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Los grandes actores

Hay algo que hace tiempo pensé sobre el cine, bueno, no sobre el cine, sino sobre los actores, esencialmente, sobre nosotros. Cuando miramos una película, ¿qué sabemos de un personaje cuando lo miramos por primera vez? Evidentemente, nada; los actores dan vida a los personajes que desconocemos, sin embargo, al final de la historia, el público (nosotros) juzgará si la interpretación ha sido buena o mala. No es solo que si nos gusta está bien y si no nos gusta está mal. No existe tal cosa como una epistemología de la actuación. No hay elementos objetivos que nos permitan determinar si una actuación es buena o mala.

Tomaré el siguiente ejemplo: veía una película en clase cuando el profesor, sin previo aviso, le puso pausa y dijo: «Esto es una mala actuación»; luego la volvió a dejar correr y, en el transcurso de la misma escena, puso de nuevo pausa y dijo: «Esto es una buena actuación». De aquí quiero partir, ¿qué es una buena actuación?, ¿qué es una mala actuación? Tenemos estándares, parámetros, expectativas de cómo las cosas deberían ser, de cómo las personas tienen que comportarse para creerles. Sabemos de convincentes charlatanes, pero no es hasta que cotejamos sus verdades y mentiras con la realidad que las interpretaciones nos deslumbran. En el caso de las dos pausas, no había modo de decir que aquel mal actor era un mal actor, ni que aquel buen actor era un buen actor, o todo lo contrario. Mi profesor esperaba que el buen actor se desenvolviera de una manera y el mal actor de otra. Pensemos en esto: ¿qué pasa si llorar de un modo poco convincente es el llanto genuino de alguien?, ¿nos resulta algo inconcebible?

Alguna vez en la escuela fui obligado a tomar un taller de Corporalidad, que bien pudo haberse llamado «Sobre cómo hacer que nuestras expresiones sean elocuentes con nuestras palabras». Tal vez lo sabíamos desde siempre, pero el propósito de quien lo impartía era enseñarnos a actuar para la vida diaria, aprender el dominio del lenguaje corporal en pos de algún propósito (algo razonable en un mundo de actores). Aristóteles dijo que el hombre es un animal político; antes de eso, creo yo, el hombre es un animal histriónico. Para hacer política, lo primero que hay que hacer es fingir un interés en los demás, actuar con algún propósito. Si las palabras están completamente desposeídas de verdad, tenemos que gesticular y representar algún papel para ser convincentes. Y si logramos convencer, o ser convencidos, es porque sabemos qué esperan ver los demás —y nosotros. Lo mismo pasa cuando miramos una película. Decía el instructor del curso: «Vamos al cine y pagamos para ser engañados»; y así asumía la naturaleza ficticia del cine, al tiempo que nos instruía para una realidad calculada y fingida. Toda expectativa es una maldad, una perversión, y, sin embargo, lo asumimos con total ingenuidad. Pagamos para ser engañados y pagamos, también, por ser engañados.

Cuando mi mamá se inquieta o conmueve con el cine, le digo que es una película. Mientras ella sigue en la pantalla, pongo una pausa imaginaria y doy un paseo por el set, miro enfrente de los actores a un tipo con un micrófono, otro con una cámara, algunos más con luces. Seguramente, un tipo habrá repetido esa misma escena tres veces hasta identificarla como verosímil y convincente; hasta que, de acuerdo a sus estándares, crea que eso es lo que la gente va a creerse. En medio de esta película, de esta historia, hagamos una pausa. Somos buenos y malos actores, lo hemos aprendido; mentimos piadosa y despiadadamente, actuamos con algún propósito, escribimos con algunas palabras y modos particulares para presentarnos como buenos escritores, nos comportamos y vestimos de cierto modo para parecer respetables e importantes, decimos lo que otros quieren escuchar para no quedarnos solos, para salirnos con la nuestra y sentir que nos llevamos a la casa una estatuilla de oro. Somos artificiosos y, más triste aún, de vez en cuando el miedo y el pudor nos contienen y actuamos con esforzada indiferencia; porque también el recogimiento y la contención son una actuación, nos convertimos en personajes indispuestos a sufrir. Tal vez por eso nos sentamos con devoción a mirar dos horas de alguna película, pasando de largo toda la gente y todas las historias que se nos cruzan cada día. Aún en las tragedias fílmicas, podemos lidiar con la muerte del héroe o la historia de amor que termina en alguna distancia infranqueable o desengaño porque, a fin de cuentas, sabemos que al final pasarán los créditos y podremos decir que fue una buena película, un gran engaño.

A mí, que no me interesa el cine, me olvidaría de las grandes actuaciones y preferiría que nos bastaran las palabras; creo que nos sobran los actores y escasean los buenos personajes, los buenos hombres. Nos deslumbran tanto los grandes montajes que pasamos por alto las verdades más naturales, las más próximas y simples.

 


Este artículo apareció en el suplemento especial de otoño 2014, El cine, dentro de la edición 24 de Sada y el bombón.


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