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La gran belleza

La constante búsqueda de la inasequible belleza. Una lectura de la última película de Paolo Sorrentino.
 
Cuando leí sobre La grande bellezza la busqué y traté de verla cuanto antes en casa, pero pronto me topé con un par de fotogramas alucinantes y decidí esperar a que llegara a la cartelera local. Ahora que he tenido oportunidad de apreciarla en pantalla grande, sé que ha valido la pena cada día de espera por ver cada segundo del metraje de la última cinta de Paolo Sorrentino (Las consecuencias del amor 2004, Il divo 2008).

Muchos críticos han explorado la polisemia y el sinnúmero de referencias que todos parecen observar en la película: visiones que van desde la similitud con el cine de Fellini –su figura, sus formas y contenido– hasta la revisión de los espacios más cotidianos y bellos de Roma; el estilo de vida caótico y opulento, y una fotografía que da un sentido nuevo a cada lugar que retrata.

La gran belleza muestra la vida de un crítico y escritor italiano: Jep Gambardella (interpretado por la recurrente mancuerna de Sorrentino: el actor Toni Servillo), quien vive la vie boheme de excesos y mundanidad en Roma, con sus amigos artistas, librepensadores e intelectuales. Al cumplir 65 años, Jep decide que ya no hará nada que no le plazca, puesto que la vida es demasiado corta como para desperdiciarla. Pero esta cinta, pese a su historia, no habla sobre aprovechar la vida y ser feliz; habla sobre la belleza.

La búsqueda y persecución de la belleza es un tema frecuente en el arte y la filosofía. Estudios, debates, ensayos, obras… La conclusión de todos es más o menos la misma: la belleza es una cuestión de percepción y el placer de su búsqueda «deriva de la aprehensión y el reflejo de cada individuo sobre un objeto» (Levinson, A companion to Aesthetics).

Jep es nuestro guía contemporáneo que desde su universo «banal» o «mundano» recorre las calles, cena con amigos, hace fiestas multitudinarias y trabaja como periodista mientras está en ese afán por hallar aquello que le dé la satisfacción que sólo la belleza otorga al espíritu del ser humano. La belleza como un amplificador de otras emociones, como un factor que enaltece el alma y que puede menguar las deficiencias que día a día aquejan a la humanidad.

Así, el protagonista se convierte en la representación de la sociedad actual que hace un recorrido por toda la historia de la belleza: el arte, lo efímero, lo sublime, lo terrible y lo grotesco. La belleza, regularmente asociada a lo bueno y positivo, al placer, a la motivación y el amor, pero también la belleza como algo trágicamente inasequible, es lo que Jep trata de hallar en cualquiera de sus posibles manifestaciones mientras observamos episodios de su rutina diaria, en los que sostiene debates con él mismo y con sus amigos e interlocutores.
 

 
La película comienza con la Fontana dell’Acqua Paola mientras un coro de mujeres entona I lie de David Lang que entre su minimalismo musical remite a los motetes de la Edad Media, cuya armonía y complejidad musical hablan de una belleza intelectual, como la poesía misma y los debates filosóficos que se sostienen durante la película. Todo mientras la cámara ilustra el espacio con elaborados movimientos que muestran su magnificencia en todo su esplendor mientras una reflexión sobre el síndrome de Stendhal –la exuberancia del placer artístico y la fugacidad y mortalidad de las emociones– se hace presente para introducir lo que será un recorrido inigualable.

Así continúa toda la cinta con una larga lista de lugares que Jep recorre casualmente como las Termas de Caracalla, el Lungotevere, la Via Veneto, el Palazzo Spada, el Tempietto de Bramante, entre otros, mientras la arquitectura y la escultura se contraponen a los excesos mundanos, la música comercial, la comida y los fetiches que produce el placer que el hombre busca continuamente.

Mientras tanto, surgen episodios donde la imposible preservación de la belleza cobra mayor importancia. Y lo grotesco de la forma humana se hace presente en la pantalla, pero no desde un sentido impenetrable y desagradable, sino atractivo. Cómo olvidar Freaks (Todd Browning, 1932) o cualquier película de Jodorowsky donde los enanos, las mujeres gordas, la gente físicamente diferente o los amputados no aparecían sino como muestras de una belleza olvidada. Junto a estos personajes, los tatuajes y otras laceraciones al cuerpo se hacen parte de la búsqueda para tratar de alcanzar –o recordar– algo superior.

Jep sigue su empresa de encontrar la gran belleza y se topa con el amor, aquel que es libre de obsesiones y que también es fugaz y cambiante. Se tropieza en la calle con la representación de la belleza femenina mientras choca con una Fanny Ardant radiante. Más adelante todo lo conduce a encontrarse con la representación de algo aún más grande: la Verdad, Dios mismo manifestado en un Cardenal ilusorio, banal, terrenal y mortal. La verdad parece estar más apegada al amor que a lo espiritual. La desilusión sigue reinando, mientras lo sublime de las imágenes penetra en nosotros –los espectadores– que estamos deseosos de sentir la satisfacción de cada encuadre y de cada nota musical.

Hasta que un nuevo personaje aparece, la bondad personificada en una monja iluminada, capaz de entregar su vida entera por algo aún más profundo que la belleza. He ahí aquello que se busca y que no siempre se encuentra, aquello que rebasa el límite del placer y lo mundano. La capacidad de amar y de entregar la vida misma, de dejarse llevar por los momentos de mayor plenitud y sacrificar el cuerpo por la satisfacción de algo poderoso.

La gran belleza es un título ilustrativo que se refiere al placer audiovisual que provoca, pero también a la permanente búsqueda del Hombre por encontrar la máxima expresión que será capaz de transformar su vida: «los escuálidos caprichosos destellos de belleza».

 


Cristina Bringas es productora, crítica de cine y gestora de proyectos culturales. Puedes leer sus críticas de otras películas en elespectadorimaginario.com y en filmefilia.tumblr.com.

 


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