Prefiero que la gente sienta una película antes que entenderla.
~Robert Bresson
Una fuerte influencia que proviene de Hollywood —y la mayoría del cine de todo el mundo— tiene al espectador promedio demasiado acostumbrado a la estructura narrativa lineal, la rápida edición, el lenguaje fácilmente digerible y la evolución constante e ilimitada de los efectos (cada vez más y más) especiales.
La manera en que consumimos películas también evoluciona. Las vemos a través de todos los medios electrónicos a nuestro alcance y, por eso, encontramos cine prácticamente a cualquier hora y en cualquier lugar. Esto nos lleva a otro fenómeno: la volatilidad de las imágenes; ver cine para matar tiempo en lugar de apartar tiempo para ver cine.
El ritual de asistir a una sala de cine prevalece, y seguramente perdurará muchos años más. Sigue siendo la mejor forma de disfrutar al máximo una película, sea buena o mala. El público sigue pagando por disfrutar el gran formato, los vanguardistas sistemas de audio, la sorprendente calidad de las proyecciones (alguna vez leí en un blog que cada vez están más cerca de reinventar el teatro).
Pero, ¿y los contenidos o la retención de los mismos? Para eso la edición es fundamental. Hace 50 años el corte final de las películas de Hollywood se montaba con un promedio total de 500 tomas, cada una con una duración promedio de 10 segundos. Hoy existe una gran cantidad de películas construidas por más de 4000 tomas, cada una con una duración de menos de 2 segundos —y la velocidad sigue aumentando.
Luego está el abuso de los recursos espectaculares que terminan minimizándose a sí mismos: tantas grúas, tomas aéreas y cámaras en movimiento convierten a las imágenes en algo habitual y normal. La consecuencia: el espectador ya no se sorprende fácilmente, no tiene tiempo de reflexionar, de evaluar, de realmente adentrarse en los personajes, en las situaciones, en los lugares; no tiene tiempo de gozar. Es como conducir un automóvil a una velocidad cada vez más alta y solamente estar concentrado en ir más y más rápido, cuando tal vez lo divertido sería disfrutar el paisaje durante el recorrido. Lo contemplativo y orgánico está a la baja mientras que la velocidad y lo sintético a la alta.
Una película promedio de Hollywood es como una relación fugaz, una noche de fiesta con acostón incluido donde, al día siguiente, la pareja se acuerda de poco o de algunos pasajes medio borrosos. Prevalece la sensación de que tal vez se la pasaron bien pero sin recordar exactamente qué sucedió, ni en dónde, ni cómo. Las películas de Stanley Kubrick, Terrence Malick o Bernardo Bertolucci son lo opuesto: una larga y duradera relación sentimental, donde se disfruta de un cortejo, un tiempo a solas, y los silencios que pueden ser reflexivos. Son películas pensadas, planeadas y producidas para audiencias sin prisas, con tiempo y, sobre todo, con ganas de disfrutar, de sentir.
Existe mucho cine para sentir pero nunca ha sido el más popular. Muchas veces es criticado por incomprensible, porque no le ofrece al público ni la espectacularidad ni la fácil digestión a la que está habituado.
Para sentir está —a parte de las cintas de Malick y Kubrick— lo de Nicolás Winding, Paolo Sorrentino o lo que hacen los mexicanos Amat Escalante y Carlos Reygadas; directores que provocan sensaciones profundas con sus películas, ese mismo tipo de películas que, si ponemos atención, pasaremos días, semanas y años recordándolas, analizándolas y reflexionando sus contenidos.
El árbol de la vida, esa maravillosa película de Malick (y que, cabe mencionar, fue fotografiada por el mexicano Emmanuel Lubezki), se estrenó en Cannes el 2011. La película recibió la Palma de Oro, el máximo galardón del festival, junto con otros múltiples reconocimientos y nominaciones al Óscar. Digno de análisis: cuando la proyección estaba a punto de terminar en Cannes, algunos sectores del público comenzaron a abuchear en el interior de la sala. ¿Será que ya no sabemos, no podemos o no tenemos tiempo de contemplar, de sentir?
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