He intentado, sin éxito, rechazar las invitaciones al coctel del mes en turno: el «evento cultural» de la ciudad. Lo he tratado de hacer varias veces y de distintas formas: soborno al cartero, sello la ranura del correo con un pegamento visualmente tóxico, elimino religiosamente los eventos de mis redes sociales y me escondo los viernes en el bar de los modernitos que hacen sonidos guturales exagerados a la hora de hablar en francés.
También he intentado alejarme de las galerías y los museos. Cambio rutas, evito caminos, volteo la cabeza al cielo cuando paso a lado de un espacio blanco y amplio; lo que sea por evitar a la multitud ocasional que va por su dosis anual de cultura, la misma multitud que pone más atención en el letrero que en el cuadro.
Como todo intento fallido, ninguna de mis estrategias funciona. Cada vez que huelo el acrílico y paso junto a un edifico con la palabra «contemporáneo» me surge un impulso extraño y entro.
Ya en el ambiente, con los óleos clásicos y las esculturas surrealistas, me acuerdo que la cosa no está tan mal. Quizá sea una fobia sin propósito a los recintos culturales, pero quizá haya algo más. Justo cuando me dispongo a contemplar (no a analizar) la «obra» en turno, me percato de un aliento en mi cuello: la nariz de alguien dispuesto a hacerme a un lado. Doy la vuelta y me encuentro con él: el académico, el snob rutinario, el artista frustrado, el intelectual y gran conocedor. Y comienza a recitar el estilo de la obra, la historia del autor, el contexto histórico, cifras y datos que suelen estar de más, todo adornado de parafernalia clasicista y palabras rimbombantes. En unos minutos se me va todo el deseo, todo ese privado placer del que me gusta gozar a la hora de ir a un museo o una galería.
El hombre pesado que con un monólogo me arrebató la belleza estética de mi visita con sus resúmenes de universidad. El que va al museo y lo menos que hace es contemplar y sentir la obra. Esa peculiar bestia de las galerías contemporáneas que no va a ver algo para que lo muevan y hagan temblar, a lo mucho es él el que mueve el cuadro debido a una posición milimétricamente imperfecta en la pared.
Entonces, me acuerdo de la razón de mis intentos fallidos para alejarme de los cocteles de inauguración. Es por todos esos seres que deambulan en los museos y se los apropian, que ven en cada pieza un espejo que magnifica sus conocimientos y, falsamente, su cultura. Todos esos intelectuales de café con los que, encima, me podría camuflajear por la vestimenta.
Al verme rodeado de gafas y expresiones teatrales de asombro y alabanzas, doy la media vuelta. Dicen que en esos casos, y para esas bestias, es mejor salir corriendo aterrorizado y nunca mirar atrás.
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