Sobre la incesante resistencia de la identidad o la certeza de que no somos nunca suficiente.
No es la idea platónica original, desde luego, pero es una curiosa variante: los que saben que tienen un otro yo. O están también los que anhelan perennemente tenerlo y, por ende, saben que tienen un doble en alguna parte. Que no son solos. Cuando hablo del verbo saber es en el sentido original, porque la certeza es un patrimonio individual y nunca colectivo. Los que estamos alrededor podríamos presentir que no existe un doppelgänger de X persona, pero X sí lo sabe. Por ende, sabe más que nosotros. Aunque no exista tal, ¿o sí?
Bueno, pues hay muchas personas que quieren o no quieren pero tienen indicios o certezas de que existe su doble.
Y no me refiero a que haya alguien que crea que tiene un «alma gemela» por ahí perdida; no, no es esa cursilería. Es la certeza de que se tiene un doble. Y también debe ser cursi, no lo sé. Sólo sé que nacemos individuos y solos y que debe ser una cosa espantosa tener ese vacío cabalgando junto a ti: la desgarradora noción de que no eres un completo –único y solo– ente. Por favor, no me rebatan con ejemplos de gemelos o de trillizos. You know what I mean here.
Abundan páginas en Internet de personas reportando sus doppelgänger en plan esotérico. Abundan. Pero esos aquí no nos interesan.
Abundan también en la ficción los personajes dobles, desde Dostoievski hasta Cortázar, pasando por Borges y Maupassant. Si me lo preguntan, mi doble literario favorito es el de El vizconde demediado, pero esa me parece una idea más refinada, porque en realidad no es un doble, sino una mitad perdida que va por su lado, a sabiendas de que no es un completo yo, sino el pálido fragmento de sí.
Aquí me quiero detener en varias particularidades de quienes saben o asumen un doble: aquellos que tienen el síndrome de Capgras y los que sufren del síndrome de los dobles subjetivos, sin dejar de lado el fenómeno curioso de aquellos que reportan jamás haber visto a su doble, pero muchos en su entorno –conocidos, amigos– sí.
El síndrome de Capgras consiste en la certeza de que una persona de extraordinario parecido, casi idéntico, ha suplantado a otra. Hay variadas y buenas ficciones al respecto; no quisiera detallar la peli que protagoniza Angelina Jolie en El intercambio, sino mencionar otra menos conocida que, sin tener el síndrome en el eje central de la trama, le da una interesante vuelta de tuerca: en la rara pero disfrutable Synechdoque, New York, Charlie Kaufman le da vuelo a la hilacha hasta lograr que el protagonista Caden (Philip Seymour Hoffman ensanchado) termine siendo testigo de un actor que lo suplanta en su obra de teatro que, a poco de ser una parte de Nueva York, termina engullendo la realidad, suplantándola, absorbiéndola, y cobrando una vida propia. Ser testigo de que otro, poco a poco, se convierte en ti.
Ahora bien, en eso que se llama «vida real» se puede presentar el síndrome de Capgras en hasta un tercio de las personas que sufren de Alzheimer. Debe ser terrible despertar un día, voltear al otro lado de la cama y convencerte de que quien respira sobre la almohada, quien se mece entre las sábanas todavía tibias, no es tu marido; es un ser idéntico a él, pero otro.
Terror.
En el caso del síndrome de los dobles subjetivos, la persona está segura de que hay alguien idéntico a él o ella, pero con un comportamiento disímil. O también puede suceder que la persona conciba que se está convirtiendo en otra por la que puede ser reemplazada. El vértigo de la falta de reconocimiento. Te ves en el espejo y no eres tú. O, sin espejo, te ves a ti en otro, que no eres tú.
Terror doble.
Y por último, habrá que llegar al nivel anecdótico: está el caso muy reportado de aquellos a quienes constantemente les dicen que tienen un doble; que han visto a alguien idéntico, pero en una circunstancia que los hace suponer que no son la misma persona. Ojo: no es el clásico chanfle de confundir gemelos. Aquí se trata de un sosias que sí existe. Que no es, como en los dos casos previos, alguien cuyo trastorno lo nubla. Aquí los que ven al doble son otros muy sanitos de la mente. Dicen que anda deambulando por la ciudad, sin control tuyo, alguien que eres tú.
La identidad es, pues, pertenencia cerebral. Discrecional decisión neuronal. ¿Existirá de verdad un sosias? Freud sabía que no, pero le daba miedo contactar al dramaturgo –también austriaco– Arthur Schnitzler. Le espantaba descubrir coincidencias estrepitosamente evidentes con una persona que no era él. ¿Y qué pasa si en una de esas, de tanto buscar, sí te encuentras con otro que no es otro, que eres tú?
La identidad es endeble. Es a veces un doble.
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