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Imagen © Emerging from Darkness

De calle Pez al cerro del Sangremal –repaso a recorridos urbanos

Antes de irme a Madrid solía moverme en un espacio en concreto. No sufría de las displicencias del colectivo, no tenía necesidad de experimentar rutas, me faltaba valoración urbana, energía para estimular mi cuerpo y sobre todo sensibilidad al movimiento. Tenía un Topaz ’82 que se llamaba Miguel Ángel. Gastaba mucha gasolina, se descomponía mínimo una vez por mes, tardaba en encender y le faltaba una placa. Le tomé mucho cariño a Miguel Ángel porque me transportó miles de kilómetros: del Sangremal a La Cañada, de Juriquilla a Tejeda, de una fiesta a otra siempre protegidos por una luz luciferina. Alguna vez El Coronel me propuso llevarlo por barco a Madrid. Llegaría a Barajas después de un tormentoso viaje con escala en Ámsterdam, lo recibirían en aduanas y lo conduciría suavemente desde el aeropuerto hasta mi piso en Calle Ercilla. Lo tendría por ocho años más, recorreríamos Cantabria y El País Vasco cuando en un viaje a Yugoslavia me dejaría tirado sobre la carretera. En un impulso de ira lo vendería a unos macedonios por 60 euros. No sabría nada de él hasta diez años más tarde, en un café de Nueva York; abriría el periódico y en primera plana aparecería Miguel Ángel montado por docenas de revolucionarios mongoles. Celebrando la victoria, anunciando el nuevo imperio. Era un final digno para Miguel Ángel. Sin embargo, cuando volví a Querétaro lo vendí y ahora solo espero que esté en algún desierto encabezando a los bárbaros de alguna región olvidada.

Así eran los traslados en Querétaro, el Topaz se encargaba de todo y a pesar de no tener las comodidades del auto moderno para mí era suficiente. Cuando comencé a planear mi partida a Europa pensé en miles de cosas que podrían sucederme, profeticé enfermedades, imaginé triunfos y estaba embebido con la sensación de cambio. Era un hechizo. Todo parecía ir tomando forma. A los dos días que llegué comprendí, mientras viajaba en tren ligero, que no iba a conducir por mucho tiempo. Me sentía feliz. Compré abonos mensuales para el metro y descubrí después de un mes que no importaba a dónde me moviera, siempre terminaría caminando.

Caminar era la nueva consigna, no importaba la hora, el clima o los zapatos. Tuve varias rutas, pero mi favorita sin duda fue la que tomé por dos años seguidos. Vivía en Embajadores, cerca de Atocha, en calle Ercilla, justo arriba del teatro La Cuarta Pared. Salía del piso y doblaba en la panadería, de ahí hasta los kebabs y esa calle llegaba a la glorieta. Subía por Lavapiés, en donde casi siempre me detenía a beber un café, hasta Tirso de Molina. Cruzaba la plaza y bajaba por Carretas hasta Sol, Callao, Gran Vía y de ahí hasta Plaza España. Después tenía que cruzar y subir algunas calles más para llegar al trabajo. Era un camino lleno de neón, ruido, caos y belleza. Algunas veces subía por Montera para ver a las prostitutas polacas o rumanas. En verano me desviaba por Plaza Santa Ana y de ahí callejeaba por el barrio de las letras. Siempre había fiesta y risas. El calor lo hacía todo más eléctrico, más inclemente. Pensaba que en algún momento del día me uniría a ellos y celebraría hasta el amanecer. ¿Qué celebraríamos? Cualquier cosa. Un día soleado era más que suficiente.

La mejor experiencia era en invierno. El vaho me parecía un lujo. Era cuando más latinoamericano me sentía. Fumar por Calle Pez hasta el bar Palentino y subir de rigor a Malasaña para tomar una copa en el Garage Sónico o en la Vía Láctea. Caminar a otro bar en Chueca y comprarle una cerveza a un chino sobre calle Montera. Y así, toda la noche, de un lugar a otro. Sacando y poniendo bufandas, guantes, abrigos. Un baile de guardarropas nocturno en donde el alcohol y el frío son dos grandes aliados. Al llegar a casa traes una chaqueta que no es tuya, aúllas en el balcón y fumas el último cigarrillo viendo cómo amanece y cómo todos salen a sus trabajos o a sus colegios. Fue el primer flâneur de mi vida, mi spleen; por fin era un noctámbulo.

Extraño muchas cosas de mi experiencia allá, pero caminar es la que más me hace falta. Volví a Querétaro después de casi cuatro años en los cuales jamás tuve problemas para trasladarme. Era más delgado y tenía mejor condición física a pesar de todo el alcohol y las drogas que consumí. Renté un departamento en el centro, en Felipe Luna. Bautizamos el lugar como Villa Oporto ya que después llegaron a vivir ahí mismo mi chica y dos neónidas (Saúl Galo y El Coronel K). No iba a vivir en otro lugar que no fuera el centro de Querétaro. Además Villa Oporto tenía una ubicación privilegiada. Para llegar a mi trabajo tenía que salir por Felipe Luna hasta la 5 de Mayo y bajar a Plaza de Armas. De ahí tomaba el Andador Libertad hasta Jardín Zenea y me iba por la izquierda para agarrar Madero. Pasaba la fuente del Neptuno y el Jardín Guerrero, topaba con Ezequiel Montes, compraba una empanada de jamón recién hecha, cruzaba a Avenida del 57 y llegaba radiante a la escuela. Caminar muy temprano en el centro puede ser una experiencia revitalizadora. Regresar de Madrid y tener esa nueva ruta no estaba nada mal. De nuevo todo parecía acomodarse hasta que me fui a vivir al campo; el auto es de suma importancia para moverme de un lugar a otro. Salir del centro fue extremo y estar en la montaña me ha vuelto estático. La naturaleza a diferencia de las ciudades me produce quietud, estadía, hermetismo. No me gusta enfrentarme a la naturaleza; me impone su fuerza, y sus misterios no es algo que quiera descifrar en estos momentos. Podría decirse que lo que más añoro es caminar, pero en la ciudades. El urbanismo me parece ágil, dilatado, posiblemente un extraño gusto; aunque bien estilizado. Pronto regresaré a la ciudad, es inevitable para mi formación. Extraño las distancias, el concreto, los gatos callejeros y los mercados, entre otras cosas.

La última vez que tuve una experiencia flaneurística en Querétaro fue con mi buen amigo El Coronel. Se dice que los jueves en esta ciudad son peligrosos, y es cierto. Comenzamos a beber unas cervezas y de ahí comenzó una marcha que terminaría hasta las seis de la mañana. Con nosotros estaba Saúl Galo; en ese entonces pintaba los murales de Villa Oporto, donde El Coronel aún vive. A las cuatro de la madrugada El Coronel nos invitó a su ruta nocturna. Era a pie. En un principio Galo y yo nos sentimos cansados pero, con la persistencia de un gitano ebrio, El Coronel nos convenció para partir. Tomamos Reforma y, entre andadores, casas místicas, templos paganos, mujeres atrapadas en sótanos, aullidos de coyote, demonios barrocos, desconocidos vampíricos y fuentes secas, el efecto de la noche se apoderó de nosotros. Terminamos bailando una marcha kgargariana en las cornisas de Santa Rosa de Viterbo. La ciudad había tomado posesión de nosotros. Era un ritual magnífico. La fuente danzante estaba apagada y se convirtió en una plataforma espacial. La nave estaba a punto de despegar. Un vagabundo se nos unió desquiciado y hubiéramos en ese momento quemado muebles y libros al centro de nuestra danza. Estábamos dispuestos a rendir culto a la oscuridad, hacer una hoguera, bailar alrededor de ella hasta desvanecernos, entregarnos a la noche y dejar que la vida y la muerte tomaran tranquilamente su curso.

 


Este artículo forma parte de una colección especial de otoño 2012, dedicada al caminante.

 


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