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Formas de la errancia

Durante once años, de los 11 a los 22, nadé. Era todo lo que hacía: nadar. Nadaba en la madrugada y volvía a nadar a medio día. Después corría o iba al gimnasio o hacía cualquier ejercicio que me sirviera a nadar mejor.

Mientras no nadaba, pensaba siempre en nadar. «Nado en seco», le decía a mis amigos cuando me preguntaban por qué doblaba el brazo y lo estiraba sobre el respaldo de una silla.

Tenía una dieta de 8 mil 500 calorías que delataba lo que era obvio: nadaba. Y todos los días a las 10 de la noche estaba ya dormido; la razón: me despertaba a las 4 de la mañana a nadar. Durante 11 años, mi vida consistió en comer, dormir y, sobre todo, nadar.

Nadaba cuatro horas al día. Pasaba cuatro horas en posición horizontal, con la mitad del cuerpo dentro del agua, la otra mitad tratando de permanecer a flote y la cabeza viendo las formas de los azulejos. Cuatro horas al día con la cabeza sumergida en el agua, pensando las mil y un cosas que uno puede estar pensando mientras observa nada. Cuatro horas al día abstraído en el cloro, sin poder hablar con nadie, completamente ensimismado, buscando razones más valientes y compasivas de mí mismo.

Nadaba para conocer los límites de mi cuerpo, pero también para descubrir las profundidades de mi abismo. A fin de cuentas, sumergirse es abismarse.

Aunque sí fui a competencias importantes e incluso llegué a ganar una que otra medalla nacional, no nadaba para competir o para ser como Johnny Weissmuller. Tampoco nadaba porque tuviera talento –mi cuerpo tiende a ser famélico–, y mucho menos por salud. Normalmente, el principal propósito de un deportista de alto rendimiento es ir a los Juegos Olímpicos, competir entre los mejores deportistas del mundo y subirse al podio. Yo, por supuesto, pensaba en lo mismo, pero no era ese mi principal impulso para levantarme todos los días a las 4 de la mañana a nadar 6, 7 u 8 kilómetros. No nadaba 80 kilómetros a la semana para en una competencia hacer menos de 50 segundos en el 100 libres; nadaba 80 kilómetros a la semana para poder nadar de mejor forma los 80 kilómetros de la semana siguiente. Nadaba para nadar.

Hasta que un día dejé de hacerlo. Fui con mi entrenador y, cual Bartleby el escribente, le dije que ya no quería seguir nadando: «preferiría no hacerlo». Desde entonces no me he metido a una alberca.

A veces pienso que la razón por la que nadaba era la misma por que ahora paseo –o leo, o escribo–: para estar solo, abandonado en mí mismo. Más que un deporte, la natación es un temperamento, un tono, uno muy similar al que alcanzo leyendo o paseando.

Pasear, con todo y que permite ver la vida a 6 km/h o que permite pensar con las rodillas, no es sino otra de las formas que hemos inventado para estar tête-à-tête con nosotros mismos. Pascal decía que todos los problemas del hombre derivan de su incapacidad de permanecer solo en una habitación. De la misma forma, el principal problema del paseante comienza cuando no puede dar paso sin dirección. Pasear es divagar; dar pasos sin destino, deambular sin ningún propósito, no tener otro motivo mas que el paseo mismo. Pasear es errar; es no tener el cuerpo, el talento o los motivos de los mejores nadadores del mundo, pero día a día nadar incluso delante de ellos.

Hace siete años dejé la alberca. Sin embargo, siento que no he dejado de nadar. En cada paseo, así lo haga con las piernas o con la vista, dando pasos o abriendo libros, sigo buscando lo mismo que buscaba en las abstracciones que formaban los azulejos de la alberca: formas de perderme en mí mismo.

 


Este artículo apareció en el suplemento especial de otoño 2012, El caminante, dentro de la edición 12 de Sada y el bombón.

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