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De turistas y viajeros

El cliché del viajero siempre conlleva decir que «un viaje te cambia» mientras se carga con tres maletas (con sobrepeso, por supuesto) y una cámara de bolsillo. Pasearse desprevenidamente por escenarios ajenos a uno con la cara plagada de confusión y abusando de los lugares comunes. Así van miles de personas obstruyendo el paso; el turista que estorba como paloma de monumento público.

Parece ser que las aerolíneas abaratadas, la proliferación de escuelas de idiomas y los medios de transporte del nuevo siglo han eliminado la poesía del viajero trasatlántico. Los amigos cursis ya se fueron a París, los exóticos ya anduvieron con sus Reebok en India y hasta la tía empalagosa se aventó un tour de mes y medio por todo Asia. Con tanto personaje «internacional», la figura del viajero ha pasado a ser una bestia en peligro de extinción.

Quizás la fatalidad principal que ha sofocado al viajero es la tendencia contemporánea a olvidarse de las distancias y a subestimar el espacio en el que se desarrolla un ser humano. Me voy en la mañana al DF, regreso en la noche a Querétaro, al otro día me voy en avión a Texas y logro que cada espacio extraño no sea sino una extensión del propio. Es decir, el nuevo viajero es un empedernido espécimen que a donde sea que vaya carga con todo su ser. Desde la ropa hasta las costumbres, el turista común visita un país, no lo vive. Siempre se le verá ajeno a su espacio, arrastrando sus hábitos y manías. Esas personas que desentonan con sus miles de flashes y su bronceado, los que con verlos de lejos se sabe «que no son de aquí».

El verdadero viajero es un camaleón que se adapta a su medio, que trata eternamente de ser el espacio. A él le da igual si va a este monumento o a aquél, encuentra mayor placer en un callejón escondido de París que en la Torre Eiffel. Anda todo el día pensando en cómo fusionarse con el concreto ajeno y la bebida local. En el mejor de los casos, acaba siendo como Buñuel en México o Dalí en París. Ese tipo de hombres que se les pierde el acento natal y se conforman de fragmentos de aquí y de allá. El hombre es una ciudad, los edificios y el transportes público se le impregnan en las venas. Pequeños rastros de urbanidad.

A pesar de la comercialización y masificación del turismo, aún se esconden entre nosotros verdaderos viajeros. Son todas esas personas que dan largas caminatas sin rumbo, que intentan que cada edificio y espacio urbano ajeno se les note en las uñas, los ojos y la piel. La metáfora andante de una página en blanco ansiosa de ser todo menos lo que era antes; el anhelo a ser un desconocido. Son nómadas que conocen la historia del barrio por el que están pasando, que utilizan las palabras locales y a la semana son ya, también, de ahí. Los individuos que se sientan en un escalón cualquiera de una calle cualquiera y ahí, observando su alrededor, convirtiéndose en la extensión del paisaje urbano, se preguntan «¿Cómo llegué hasta aquí?».
 


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