Como cada año, la edición otoñal se deshoja en dos: la revista tradicional y un suplemento literario que esta vez trató sobre los ruidos urbanos. La versión impresa de este suplemento la puedes ver aquí.
Publicamos diez textos de diez colaboradores; siete ensayos, dos cuentos y una lista con los ruidos representativos de las ciudades del Bajío:
Para cerrar este tema, compartimos aquí fragmentos de algunas lecturas con las que nos topamos mientras editábamos este suplemento:
Muchas veces he pensado que podría reconstruir periodos enteros de mi vida con sólo evocar los ruidos que los caracterizaron y en hacer como una tabla cronológica y calendárica basada en esos ruidos que yo creo que se producen en toda la ciudad, pero cuyo registro personal no abarca más que los que a lo largo de tantos años se han producido en la vecindad inmediata del barrio. Ahora ya llega el fragor del tránsito en las grandes avenidas que lo circundan a no más de tres cuadras de distancia a la redonda. A las dos de la tarde el estrépito lejano cesa totalmente durante unos minutos y se produce un silencio total, como de eclipse. Cuando yo era niño y adolescente esas grandes avenidas no existían y los ruidos eran casi todos humanos, animales, naturales. Había algunos ruidos mecánicos característicos como el de la quebradora de piedra que funcionaba en los cantiles del Pedregal que se alzaban a poca distancia de lo que hoy es la Avenida Quevedo; tenía un ritmo invariable y grave, como de cosa lejana pero inexorable. Pronto dejé de oírlo, pero fue toda una época.
~Salvador Elizondo, Estanquillo, 1992
En la gran claridad del día, la quietud de los ruidos es de oro también. Hay delicadeza en lo que ocurre. Si me dijeran que hay guerra, yo les contestaría que no hay guerra. En un día así, nada puede haber que enturbie el hecho de no haber más que delicadeza.
~Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, 1929
Buffon, hablando de los escritores, dijo: «el estilo es el hombre»; nosotros podemos agregar que, entre analfabetos, el claxon es el hombre. No sólo el claxon, sino la manera de usarlo. La señora que, en vez de bajarse del coche a abrir la puerta de su casa, toca el claxon un cuarto de hora para que venga la criada a abrirle; el señor que detiene el coche (generalmente un Mustang) y da acordes estruendosos mientras espera a su novia que está en el baño maquillándose precipitadamente; el que da un trompetazo en cada esquina –sin disminuir la velocidad– como diciendo «abran cancha que lleva bala» o el que cree que a fuerza de tocar el claxon va a lograr poner en marcha el automóvil descompuesto que está parado frente al suyo están poniendo en evidencia, no una característica superficial, sino la hediondez que brota de lo más profundo de su alma detestable.
El hombre que vive en la ciudad y se acostumbra a escuchar claxons llega a discernir, a través de los sonidos que éstos emiten, no sólo «el mensaje», sino el estado de ánimo, el carácter, el sexo y la posición social del ejecutante. Ah, y sobre todo, su capacidad mental.
~Jorge Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, 1970
Hay en México diversidad de gritos callejeros que empiezan al amanecer y continúan hasta la noche, proferidos por centenares de voces discordantes, imposibles de entender al principio. Al amanecer os despierta el penetrante y monótono grito del carbonero: «¡Carbón señor!» El cual, según la manera como le pronuncia, suena como «¡Carbosiú!». Más tarde empieza su pregón el mantequillero: «¡Mantequía» «Mantequía de a real y di a medio!» «¡Cecina buena, cecina buena!»; interrumpe el carnicero con voz ronca. «¿Hay sebo-o-o-o-o?» Esta es la prolongada y melancólica nota de la mujer que compra las sobras de la cocina, y que se para delante de la puerta. Luego para el cambista, algo así como una india comerciante que cambia un efecto por otro, la cual canta: «¡Tejocotes por venas de chile!».
~Madame Calderón de la Barca, La vida en México, 1840
Para fortalecer mi convicción y apuntalar mi voluntad, me centré en lo que estimé que era más determinante: el silencio. Me refiero tanto a lo que hay en el silencio como al silencio mismo, que es una auténtica revelación. Debo advertir desde ahora, sin embargo, que el silencio, al menos tal y como yo lo he vivido, no tiene nada de particular. El silencio es sólo el marco o el contexto que posibilita todo lo demás. ¿Y qué es todo lo demás? Lo sorprendente es que no es nada, nada en absoluto: la vida misma que transcurre, nada en especial. Claro que digo «nada», pero muy bien podría también decir «todo».
~Pablo d’Ors, Biografía del silencio, 2012
El amanecer trae un estruendo de cacharros. Me despierta un taladro que se ensaña en la acera, perforándola hasta encontrar algún alivio. Los operarios gritan, sus nombres rebotan contra mi ventana. Me levanto de un brinco: los muelles del colchón crujen igual que un costillar. Mis pies descalzos van dejando en el suelo sonidos de ventosa. Asomo una oreja al balcón y me inunda la ronquera de las motos, la hernia de las grúas, el pan roto de las obras. […] De vuelta en casa, me tiendo en el sofá para seguir el progresivo goteo de la noche, su suero hospitalario. Justo a medianoche (las agujas del reloj de la cocina se unifican con un roce de tijera) termino de anotar todos los ruidos del día y cuento cien, ciento uno, ciento dos, ciento tres. Después me quedo a solas con mi respiración, vigilando ese globo que los pulmones inflan y desinflan.
Paso la madrugada como un centinela, atendiendo al telegrama del viento, que anuncia la noticia más importante de todas.
¿Se oye? ¿Se oye?
~Andrés Neuman, Poética del ruido, 2013
El silbido del mirlo tiene algo especial: es idéntico a un silbido humano, de alguien que no fuera particularmente hábil para silbar, pero que tuviese una buena razón para silbar, una sola vez, sólo una, sin intención de seguir, y lo hiciera en tono decidido pero modesto y afable, como para asegurarse de la benevolencia de quien lo escucha.
Al cabo de un momento el silbido se repite -por el mismo mirlo o por su cónyuge- pero siempre como si fuera la primera vez que se le ocurre silbar; si es un diálogo, cada réplica llega después de una larga reflexión. Pero ¿es un diálogo o cada mirlo silba para sí y no para el otro? Y, en un caso o en el otro, ¿se trata de preguntas y respuestas (al otro o a sí mismo) o de confirmar algo que es siempre lo mismo (la propia presencia, la pertenencia a la especie, al sexo, al territorio)? Tal vez el valor de esa única palabra esté en ser repetida por otro pico silbador, en no ser olvidada durante el intervalo de silencio.
O bien todo el diálogo consiste en decir al otro «aquí estoy», y la longitud de las pausas añade a la frase el significado de un «todavía» ,como si dijera: «aquí estoy todavía, soy siempre yo». ¿Y si estuviera en la pausa y no en el silbido el significado del mensaje? ¿Si los mirlos se hablaran en el silencio? (El silbido sería en este caso sólo un signo de puntuación, una fórmula como «Corto y cierro».) Un silencio en apariencia igual a otro silencio podría expresar cien intenciones diversas; también un silbido, por lo demás; hablarse callando, o silbando, es siempre posible: el problema es entenderse. O es que nadie puede entender a nadie: cada mirlo cree haber puesto en el silbido un significado que le es fundamental, pero que sólo él entiende; el otro le replica algo que no tiene ninguna relación con lo que el primero ha dicho; es un diálogo entre sordos, una conversación sin pies ni cabeza.
~Italo Calvino, Palomar, 1983
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