Todas las mañanas me despierta un gallo. Nunca lo he visto, pero le oigo. Es un sonido próximo y vecino: lo único que nos separa son dos metros de pasto y una barda de ladrillos que termina en alambre. A veces asomo la cara para buscarlo, pero solamente alcanzo a ver antenas y tinacos, techos grises de un barrio enfrascado en la ciudad. Lo escucho a todas horas, invisible y siempre junto a mí.
Apareció hace no más de seis meses. Yo estaba extendiendo la alarma de mi reloj y lo escuché, era un graznido campesino y fuera de lugar. Desde entonces su grito emplumado me acompaña a todas horas. Y ahí está, un quiquiriquí intermitente, chillido incesante y latoso: un ruido.
Desde mi ventana se oye de todo: ambulancias, motocicletas, fiestas, mariachis, cuetes y la ocasional patrulla nocturna; tantos ruidos industriales y yo siempre escucho al gallo, esa maldita ave inmediata que cansa, que interrumpe mis siestas y me lleva a los límites de la compulsión. Lo construyo con sonidos: unas garras flacas y alarmantes, cuerpo rechoncho, lleno de plumas bañadas en tierra, una cresta rojiza y –lo peor– un cuello imprevisto y aleatorio que rota y gira a su antojo. En cualquier momento te pica los ojos o las orejas, te pellizca el cartílago, asoma el pico hasta los oídos, escarba, rasguña y muerde hasta llegar al tímpano; las ansias, el dolor de cabeza, las plumas en la cara, sus patas escalándote el cuello y el ruido que no se va. El ruido que nunca se va. Grita en el patio del vecino pero yo lo siento corriendo alrededor de mi cuarto, abriendo las alas y saltando sobre la cama.
He soñado que salgo en pijama del departamento, camino y toco la puerta del vecino, lo hago a un lado y le pido que me muestre al gallo. Observo sus ojos, su andar distraído, el cloqueo constante mientras busca semillas o mi brazo, acechando, moviendo el pico, frotando sus pliegues con mis zapatos. Entonces lo agarro de las patas, soporto algunos arañazos, me muerde el brazo pero logro sacar un cuchillo afilado y degüello al animal. Cabeza en el suelo, el ave se mueve y camina decapitado por unos minutos, intenta cantar y, aunque el pico está revolcado en la tierra y la mugre, llega hasta mis oídos un ruido gutural, ronco y áspero: el último cacareo.
Ahí, tirado con cuchillo en mano, oigo la ciudad: el viejo escape del camión, las sirenas que vigilan el barrio, los corridos en la cantina clandestina, la borrachera estudiantil, el tren y los trailers golpeando el empedrado. Veo la sangre corriendo por el suelo y entiendo que el gallo era un ruido distinto.
Tengo una sensación de vacío, de haber matado algo que no era de aquí, pero que estaba aquí por algo. Volteo al cielo alumbrado y me imagino su canto peleando con los sonidos industriales, las garras contra el metal, las alas contra los motores; un ruido que se pierde en los imponentes estruendos citadinos.
Luego despierto y el gallo sigue ahí.
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