El lugar común de los aviones: hacer el viaje más veloz a tu destino, amanecer en un país y dormir en otro, la falsa –pero encantadora– amabilidad de las azafatas, comprar en el aire una botella de agua de 50 pesos y hojear el catálogo de perfumes y chocolates –más baratos que los terrenales–, sentir una turbulencia y, más que nada, el estar ahí y no acá. Sí, viajar en avión es el pináculo del flâneur contemporáneo, de nuestra modernidad. Aún con todo eso (el viaje, las alas de metal, el piloto y las aeromozas con el carrito de bebidas) los viajes aéreos se han convertido en una cotidianidad. Todos quieren subirse al avión pero nadie ansía esperarlo.
Yo pensaba siempre en el armatoste volador hasta que Seguridad y Migración me dejaron varado, solo y con tiempo muerto en un aeropuerto. Dos horas en la T2 de Barajas, deslizándome por sus interminables caminadoras automáticas y contemplando el desborde de amarillo. Dos horas en las que entendí la distancia, la inmediatez y el placer de estar en medio de todo eso a la vez.
El ir y venir de personas era apabullante. Decenas de turistas asiáticos, tripulaciones aéreas, suecos buscando conocer el verano. Observé a todos detenidamente y les inventé una historia. «Ese tiene cara de… esa otra cara de…». Ahí andaba un asesino a sueldo, una mujer huyendo de su aburrido matrimonio, el extranjero que nunca regresará a su país, un hombre de negocios traficando cocaína, una señora de suéter tejido con un fetiche por el látex. Todas esas historias aglomeradas en un infinito pasillo de restaurantes y tiendas duty-free. Casi nunca vemos las historias, pero siempre las tenemos enfrente del puesto de seguridad, pidiendo una Big Mac sin queso y peleándose con el peso de sus maletas.
Las terminales son los únicos lugares donde el mayor número de tramas se reúnen. Funcionan como el espacio ideal para estar en tránsito, son la antesala del clímax, el cambio de destino. Si viajar en avión es el movimiento narrativo, el aeropuerto es la delicia de las descripciones y los espacios activos; el instante para reflexionar y arrancarse al siguiente capítulo.
Venero los aeropuertos por ser templos edificados para flirtear con las tramas ajenas, por ser el epicentro de las andanzas del ser humano. En ellos reconocemos nuestra capacidad de movimiento, de ser el que se va o de ser el que vuelve. Ahí, bien sentadito en Barajas, descubrí las palabras que hay detrás de los tumultos y los individuos apresurados. Luego todos se marcharon a algún nervioso despegue con nubes y motores.
Los aeropuertos como la colisión de tantas tramas. Se rozan, se compran un café y luego se apartan.
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