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Que se haga el silencio

Toda mi vida he sido cazadora del silencio. Dicen mis padres que cuando era pequeña estaba prohibido, bajo pena de muerte, hacer ruido: «la niña está durmiendo». Aprendí que el espacio ocupado por el silencio podía ser vasto.

Mis mejores amigos siempre han sido los audífonos. Desde aquellas tardes en las que pasaba enchufada a un sistema de sonido inamovible hasta estos días afortunados en los que tengo la posibilidad de encontrar escapatoria en el fondo de mi bolsa. Me hago de silencios controlados au besoin.

Tiendo a sufrir microcolapsos nerviosos cortesía de cualquier vehículo equipado con sirena. Norteamérica es fanática de esos. Soy, también, la única persona adulta que va a ver los fuegos artificiales y se sale de ahí desestructurada e hipersensible. En las películas de acción voy a murmurar tres o cuatro veces «está muy fuerte». Y durante un concierto seguramente descansaré del escándalo incrustándome unos tapones de esponja en las orejas.

Igual sucede en los bares. Pasé mi vida estudiantil siendo de las pocas personas alérgica a los bares. La densidad del ruido, esas capas sonoras formadas con todas las voces, con todos los timbres, con todos los matices, más el propio volumen de uno mismo, estridente y roto, luchando por llegar a los oídos de un interlocutor fingiendo escucharte, son ambientes que me hacen huir al baño y encerrarme, taparme las orejas y escuchar mi voz emitir un hilo formado por el fonema U, el más dulce de todos: «uuuuuuu», me digo. Luego salgo al caos otra vez. Y así es como enfrento a los altos decibeles.

La cuidad es un monstruo aparte. Pero antes, debo hacer un paréntesis donde indico que haber vivido en México durante treinta y tres años, menos tres de los cuales viví en EEUU, más los siete que llevo en Montreal, no me han vuelto más resistente a la constante carraspera de una ciudad.

La ciudad en la que vivo tiene cuatro distintos soundtracks. Mi favorito es el del invierno. La vida durante el invierno es fría y penosa, difícil y obscura, pero es silenciosa. Cuando nieva los carros parecen gatos caminando sobre una alfombra. Cuando obscurece –a las cuatro–, el murmullo vehicular se ahoga con el slush de la nieve gris. La gente lleva las bufandas por encima de la boca, los fumadores platican en las calles en voz baja. No hay terrazas de donde el ruido de los bares se desparrama. Salir a caminar a las temperaturas groseras de estas partes del mundo es para mí un deleite mudo. Se rompe a la llegada de las máquinas que levantan la nieve, pero al pasar la mayor parte del tiempo en interiores su rugido casi es un mero murmullo.

El contraste con verano es justamente el volumen descontrolado de la humanidad en la calle. En México así es, siempre. Yo huía de eso pasando la vida en mi carro con ventanas cerradas, AC y música elegida por mí con todo el cuidado del mundo.

Desde hace siete años dejé de manejar y ahora camino a todas partes o ando en bicicleta; estoy a la intemperie en una ciudad con una mínima ventana de tiempo para autoregenerarse. Por esta razón, la maquinaria de la construcción opera durante los meses sin nieve. Me siento parte de la historia de Gulliver mirando al gigante dormido y roncando cuando estoy en pleno centro de la ciudad. Las grúas, las excavadoras, tractores y camiones llegan desde principios de abril y se quedan hasta la primera nevada. Las calles, autopistas, túneles, callejones y demás arterias de la ciudad se anestesian con el calor y con el rítmico beep beep beep, beep beep beep de los sensores de reversa.

Y luego están los vecinos. El que corta el pasto, arregla su balcón, instala un nuevo motor a la piscina, o el vecino que repara su deck. Todos trabajan dignamente acompañados de martillos, taladros y sierras. Y los amantes del boombox, aquel enorme jeep con dos negros bien enjoyados que llevan no cualquier rap francés, con las ventanas abiertas agregando un par de palpitaciones a quienes nos encontramos a la redonda. O los señores en plena crisis de los setentas con sus descapotables y su rubia a un lado escuchando a Aznavour en sistemas de sonido perfectamente ecualizados.

El respiro llega durante las famosas «vacaciones de la construcción». Un buen día de julio salí en la bicicleta y durante todo mi trayecto no escuché ni el más mínimo martillo. Me sentí en una película de zombies: todo parecía abandonado.

En cualquier situación en que la urbe me ataca con sus gritos recurro a mis audífonos, rápido, como quien pide Gravol en un barco. Reconozco en mí cierta intolerancia, o tal vez sólo una mala costumbre. Así llego al otoño y cambia la banda sonora. En ese momento el ambiente se acompaña de un ruido sutil de hojas muertas. Un preludio al silencio.
 


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