Un colega, a quien estimo, me confesó que nunca ofrece café ni agua a quienes le visitan en la oficina. Para que no se tarden de más. Muy efectivo en estas exasperantes tardes de mayo en las que sudas y tus interlocutores se desvían en bla bla. Yo siempre he ofrecido algo a quienes atiendo en mi trabajo, por una razón verdaderamente anacrónica y muy ligada a mi madre: «a todo aquel que llegue a tu casa, hazlo sentir bienvenido». Aunque la oficina no es una casa. Cuánto me he tardado en comprenderlo.
Y es que el concepto la-oficina-no-es-tu-casa es muy demodé, puedo ver; pues desde que se inventó esa cosa llamada clima organizacional, hemos visto de todo para hacer de los espacios públicos profesionales una alegoría del hogar.
En un polo, están los mega hipsters. Su oficina es la de Google o la de Facebook tropicalizada. Mesas de billar y sin secretarias que sirvan café, todo es autoservicio; atienden en unos sillones tan cómodos que corres el riesgo de dormirte. La pared necesariamente está decorada con una imitación de Warhol o una foto en blanco y negro en tamaño jumbo. El piso es de cemento pulido; la variación puede ser el tono: ladrillo o gris. Incluye tablero de tiro al blanco. Seguro tienen una Vice en su revistero o una Cosmopolitan por eso de la ironía.
Luego están los entusiastas del minimalismo. La ofi es su casa en expresión, obvio, japonesa. Tienen una terraza verde flanqueada por paredes blancas en las que no cuelgan nada que no sea el nombre de la empresa en negro o gris. Ordenan sushi para las horas extra y tienen un súper equipo de sonido con electrónica no comercial de fondo. Se visten en tonos neutro, usan gafas y tienen unos tapetitos que compraron en MUJI; usan Mac y toman té verde todo el tiempo. Sus lápices siempre tienen punta. En las juntas se arrellanan en el sillón o hacen esa especie de flor de loto sobre la silla. Precaución: algunos se quitan los zapatos.
Ahora, la categoría Mi Secretaria (los que hayan visto tele en los setentas saben a qué me refiero). En este tipo de oficinas, hay personal que usa uniforme, pero nadie parece usar la misma versión. La oficina es la casa de casi todos. Sus computadoras son PC con monitores oversized. El escritorio de quienes están de primer contacto está plagado de muñequitos coleccionables y flores de plástico. Los corchos (siempre hay uno) están llenos de fotos de los hijos cuando eran bebés y a eso del mediodía invariablemente te llega un olorcito como de huevo. Siempre, siempre, hay un teléfono sonando o alguien hablando en él. El piso es de mosaico y algunas paredes son de tablaroca. Ofrecen café que ya trae azúcar y te dan tu vaso de agua envuelto en una servilleta.
Dejo al final las oficinas corporativas. Se supone que son la antípoda de una casa, pero oh no, craso error. Todas son aspiracionales: quieren ser un penthouse en Polanco. Entras a la oficina del CEO y tiene un área para atender de manera más «cercana»; con dos sillones muy caros y una alfombra turca que vale tu salario de cinco meses. Tiene máquina para hacer espresso, americano o capuccino. Puede sonar música para orquesta en unas bocinas que no ves y la oficina está sobreiluminada. Las asistentes sonríen muchísimo y te tratan mejor que ni en tu casa. Los cuadros siempre son imitaciones de Velasco y cuando hay juntas extensas, ponen un servicio que incluye postres. Las damas siempre usarán tacones y habrá un aroma de coche recién comprado y aire acondicionado que hace que no quieras irte.
Por supuesto, mi imaginario limitado como en éste y otros temas no contiene proposición alguna de cómo debería de ser una oficina. Yo sólo digo que las casas son casas y las oficinas, oficinas. Sinceramente no creo que una de mis descritas categorías sea mejor que otra. Ya sé que me van a escupir por esnob, o por clasista, o por criticona o por cualquier cosa. Les propongo que sea por frívola, porque este artículo no pretende ser otra cosa.
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