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Industrializados –un reportaje sobre la avasallante industrialización del Bajío

El Bajío se fundó alrededor de conventos. A partir de sus muros germinaron caminos, ciudades, provincias; casas y edificios extendidos de adentro hacia afuera, a la periferia. Fue en ese desarrollo limítrofe que nos alejamos de los conventos, perdimos la frontera y buscamos nuevos puntos de inicio. Ya en pleno siglo XXI, entre suburbios y carreteras estatales, nuestro orden social (y económico) emigró y partió desde otro tipo de muros: los parques industriales. Cambiamos la cantera por el acero, el sonido de las campanas por los bufidos mecánicos. Ahora rezamos estadísticas y resultados, peregrinamos diariamente a las entrañas de nuestras fábricas sin saber a dónde nos va a llevar esta nueva devoción.

En los noventas apareció una palabra que lo mismo causaba miedo y expectativa: globalización. Acá, en el centro de México, llegábamos a la tercer sílaba y se nos venía encima la idea de un mundo verdaderamente internacional, sin barreras; eso de vivir sin rejas asusta, en especial si todo el discurso económico giraba (gira) alrededor de la inversión extranjera y la industria: fábricas transnacionales, tecnología de punta, generación de empleos y renta barata de un territorio al que (subrayemos) se le confundía entre «tercermundista» y «país en vías de desarrollo». El primer apodo nos lo adjudicábamos en secreto, el segundo era más anhelo que eufemismo: fantasear con conseguir un caramel-macchiato-venti sin comprar un boleto de avión.

Al parecer lo conseguimos. En menos de 15 años pasamos del rezago consumista a los descuentos de Volaris y el Starbucks matutino. Todo esto gracias al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, un acuerdo entre Bush, Salinas de Gortari y Mulroney para globalizar de una vez y para siempre a Norteamérica; la conversión de tres países en (supuestamente) un gran centro económico sin fronteras. Es decir, encontrar salsa Valentina en un supermercado de Vancouver o tortillas de maíz en un Wal-Mart de Minneapolis. Y entre ese envío y acomodo de productos, regiones enteras tapizadas con carreteras interestatales, aduanas, puertos, maquiladoras y clústers industriales.

Acá en el Bajío el boom nos llegó un poco tarde. De pronto, los políticos y empresarios vislumbraron lo que ya habían descubierto nuestros antepasados novohispanos: la ubicación. A eso se reduce nuestro auge industrial, cual gringa vendiendo casas en San Miguel: location, location, location! Y esa suerte geográfica se multiplica con las atenciones de los gobiernos estatales: nuevas vías de comunicación, incentivos empresariales, ventajas fiscales, acuerdos bilaterales y –sincerémonos– lo barato que se renta nuestro suelo –y nosotros mismos. Territorio irresistible.

En nuestra vida diaria, a la industria la vemos como algo fuera de la ciudad, de nosotros. Pero el error está en creernos que la industria es puro metal cercado con casetas de vigilancia. Industrializarnos es, también, abaratar los vuelos a Dallas y sobrevaluar el precio de un capuccino; tomarse una cerveza belga en un pub de Guanajuato o comprarse zapatos en León. Quizá jamás habremos pisado una fábrica, pero ellas, errantes e invasivas, nos traspasan todos los días.
 

Provincia de fábricas

La industrialización nos unió en un conglomerado, una comarca de trailers, carreteras y parques industriales. Tanta es la influencia de nuestro despertar económico que ahora llamarnos «el Bajío» delimita a una región con cifras y gráficas a la alza, armadoras trasnacionales y un PIB con índices milagrosos. De campiña agricultora a bodega con salidas de emergencia.

Querétaro. Del 2011 para acá, Querétaro es la representación del maximalismo industrial: el nuevo gigante aeronáutico con plantas de Bombardier y Safran (ambas francesas) y un paraíso económico que parece espejismo del semidesierto: calidad de vida, seguridad, «felicidad» y ubicación. Al día de hoy (jueves), Querétaro es la región económica más boyante del país, con un PIB de 5.4% arriba del promedio nacional y una tasa de crecimiento del 10%, versus el 0.35% de los estados norteños. «El nuevo Nuevo León», que le dicen.

Silao. Es un pequeñísimo municipio –casi pueblo– convertido en el centro logístico y manufacturero de la región. A mediados de los noventas, antes del boom del Bajío y las grandes inversiones, Silao pasó de regar plantas a cuidar otro tipo de plantas: hogar de General Motors y Pirelli, mano de obra excepcional (el nuevo oficio de los locales) y centro de conexión comercial entre el Norte y Sur del país. Si el Bajío es el centro, entonces Silao es el núcleo.

Aguascalientes. El punto más al Norte del Bajío, tanto que a veces se confunde. Desde mediados de los 80s, su inversión extranjera depende enteramente de Nissan, el gigante japonés que, para el 2014, pretende armar 850 mil vehículos como el Sentra, March y el clásico «Tsurito». Este pequeñísimo estado como la versión más nipona del semidesierto.

León. Entre Silao y León hay solamente unos minutos de diferencia, unos cuántos hoteles, centros de negocio y restaurantes de paso. Juntos comparten la fuerza económica y comercial de Guanajuato. Separados, León es la cartelera empresarial del estado: restaurantes, complejos financieros, centros comerciales y congresos en los que se enamora a los inversionistas.

Salamanca. Representa la energía del Bajío desde 1950, domicilio de la segunda refinería de aceites más grande de Pemex y una planta termoeléctrica que proporciona luz a toda la región. Sordéandose de su pasado agrícola –y más allá de las ligas y el hule–, esta es la última inversión de Mazda en México. La meta del 2014: producir 140 mil unidades de su modelo 3 y seguirse con 230 mil unidades del modelo 2. Por algo empiezan a llamarle «Salamazda».

Celaya. La «Puerta de Oro del Bajío», el enlace entre Querétaro, León y Guadalajara. Con fábricas como Mabe, Whirlpool, FEMSA, Honda y el vaivén de hombres de negocio masticando un buen corte de carne, Celaya es realmente el vestíbulo de nuestro corredor industrial: una momentánea sala de juntas y el tercer pilar económico de Guanajuato.

San Juan del Río. Antes tierra fértil con numerosas haciendas, San Juan del Río es hoy el punto más al sur del corredor industrial del Bajío. Entre tanques y fumarolas, San Juan es un espacio donde la ciudad y los parques industriales pierden sus límites, la segunda potencia económica de Querétaro y el paraíso de pequeñas y grandes empresas como Kimberly-Clark, la fábrica de papel donde se producen marcas como Huggies, Pétalo y Kleenex.
 
Industrialización - Sada y el bombón
 

«El Bajío: el centro del centro»

Kèvin Lechevallier, Director Comercial de la Cámara Franco Mexicana de Comercio Industrial:
 

Mi trabajo consiste en atraer inversión extranjera, guiar a las empresas en esta creciente región industrial. En especial trabajo con empresas francesas y puedo decir que la visión de Querétaro y sus alrededores es positiva, hay confianza gracias a su calidad de vida y ubicación. Por eso hay tanta inversión en México, porque es un país estratégico, en medio del mundo: entre Norteamérica y Latinoamérica, entre Europa y Asia. El Bajío es como el centro del centro.

Aquí a las empresas les es más fácil maquilar las partes de sus productos y transportarlas de un lado al otro, sin altos costos y complicaciones. Pero con las reformas fiscales del 2014, el desarrollo económico se ha pausado un poco: hay más filtros y restricciones. Antes se podía comprar la materia prima en Asia, hacer el producto en México y desde ahí distribuirlo a todo el mundo. Ahora también se puede, pero requiere de más tiempo, y todos sabemos que el tiempo es dinero.

Lo bueno es que esto implica una nueva etapa industrial para la zona. Ahora las empresas invierten en sus trabajadores, los capacitan y les dan la educación e infraestructura necesaria para que todo se produzca aquí, no solo las partes. El Bajío está convirtiéndose en una zona de producción al nivel de otros países más desarrollados, y eso también es una revolución en el ámbito social y educativo de la región.

 

Campos industriales

Si algo es irresistible para la inversión extranjera, esa es nuestra mano de obra. Entre la escasez de empleos y la modernización, la fuerza de trabajo ha encontrado una pequeña salvación en el boom industrial. Nada define mejor a los cambios industriales que las hordas de obreros viajando desde sus comunidades hacia los clústers para fabricar algo. Pasamos de las botas y la parcela a las naves industriales y los zapatos de seguridad.

Pensémonos en transición: campo contra ciudad, siglos de agricultura ante décadas de manufactura. Cada sector va por su lado, pero en conjunto se maximizan. Como los nuevos invernaderos internacionales: estructuras de acero que producen lo mismo que se ha estado haciendo desde la Nueva España: verduras y granos. La diferencia es que ahora todo forma parte de una empresa, y eso significa prestaciones, regulaciones, crecimiento y educación especializada para sus obreros. No por nada las corporaciones han comenzado a invertir en la educación de los países que ocupan: mejores universidades significa trabajadores más preparados, producciones más eficientes y metas superadas.

Aunque conservamos un romántico recuerdo por las antiguas actividades económicas, lo cierto es que la industrialización nos hace menos provincianos. Con cada acuerdo firmado se nos olvida el pastoreo y los pueblos incomunicados. Ahora nuestro paisaje carretero también incluye una capa de cilindros, centros de distribución y puertas de acceso. Y sí, la vista puede ser muy gris y fría, pero es que la necesitamos tanto o más que un fin de semana, solos y en paz, en la naturaleza. Quizá sólo estemos aburridos.
 

Nuestros puertos secos

Puerto Interior es el monstruo de los parques industriales. Un puerto seco adyacente al aeropuerto del Bajío, con su propia aduana y vías de ferrocarril que lo convierten en el centro logístico más importante de América Latina y el cuarto a nivel mundial. Es tan vasto y extendido que bien podríamos decir que todo el puerto es Silao; un ejemplo de la industrialización avasalladora, inclemente, total. Por sus pasillos desfila diariamente mercancía de todas partes del mundo, millones de dólares traducidos en productos tan básicos como manzanas o jabones.

Tanta fábrica requiere de energía suficiente para mantenerse en pie las 24 horas. Eso significa que las plantas de luz y el petróleo se encuentran a tope en los alrededores de esta zona, principalmente en Salamanca. El estado de Guanajuato como un gran, enorme, gigantesco parque industrial: cada municipio encargado de proporcionar energía, agua, mano de obra, relaciones públicas, servicio de distribución de mercancías.

Nos hemos convertido en una provincia de bodegones y parques industriales, un clúster que comienza en la periferia y nos arrastra hacia ella. Y de todo eso, el sector automotriz es el que nos domina. Más del 60% de nuestra actividad económica depende del auto, el producto más inestable del mercado, lo primero que uno deja de comprar en tiempos de crisis –bueno, en las crisis también dejamos de comprar calzones.

Si la clase media crece, y con ella las zonas metropolitanas, las empresas automotrices también. Pero si todo declina, las empresas peligran y terminan por ser rescatadas (como le pasó a Chevrolet, pero no a Detroit, en el 2008). Por eso las fábricas, aunque inmóviles, son ambulantes. Se instalan según su conveniencia, hacen y deshacen. Nuestro miedo constante: depender tanto de la inversión extranjera y repetir los errores de nuestros actuales pueblos fantasmas. Cada bodega de autopartes como una lenta predicción del desastre.

Es verdad, la industria es desarrollo –la causa directa de nuestra urbanidad–, pero también es una catástrofe latente. Por ahí leímos en un periódico local que «aquí las fábricas brotan como champiñones», y entonces sólo nos queda observar y adaptarnos a ese brote desmedido en espera de que sí sirvan las salidas de emergencia cuando la eclosión de tuberías, tráilers y fumarolas venzan en la superficie.
 
Industrias en Querétaro y Guanajuato - Sada y el bombón
 

Enclustrados

Si viajamos a Aguascalientes desde León, lo primero que uno ve es el logotipo de Nissan. Dos plantas enormes en medio de una árida planicie, con sus seis letras resplandeciendo en rojo nipón. Luego vienen los campos de Tiidas y, ya en plena ciudad, unos espectaculares en japonés que promocionan casas y terrenos de suburbio. Aquí lo que preocupa no es la silenciosa migración oriental, sino la aparatosa invasión de casas prefabricadas: la mancha urbana que se desborda sin control.

Hace no mucho la zona industrial y la ciudad eran segmentos independientes, divididos. Pero la industria es implacable y extrema: ensambla y produce para generar más de todo: dinero, cifras, edificios, carros, máquinas. Pero las fábricas no funcionan por sí solas (o por lo menos aún no). Para abastecer sus altas expectativas necesitan de un equipo de trabajadores que se multiplica con cada nueva meta de producción. No es lo mismo producir 100 autos al mes que 2 mil en tres días. Y así como los modelos de autos se multiplican, los trabajadores también, y entonces pasa algo muy curioso: todos comienzan a poblar los alrededores de la fábrica, la rodean y hacen su vida en «barrios» construidos en serie. La zona industrial se confunde con la habitacional y entonces el que vive en el centro comienza a sentirse fuera, alejado de todo desarrollo: del centro comercial, de las escuelas y de las fiestas caseras. El centro como suburbio.

Ahora los clústers se encargan de encerrarnos en un coto de privadas con su respectivo Oxxo y Superama. Y así estamos tan cómodos, tan contentos con el mantenimiento de las áreas verdes, que terminamos aislándonos. De la celda conventual al suburbio con bodegas y fábricas. Ahí, recluidos voluntariamente. Enclaustrados en clústers: enclustrados.
 


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