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Imagen © Edgar Allan Poe

El hombre del tropel

Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul.

~La Bruyère

 
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen –no se deja leer. Hay algunos secretos que no dejan ser revelados. Todas las noches, algunos hombres mueren en sus camas, escurriéndose de las manos de confesores fantasmagóricos y mirándolos lastimosamente a los ojos-muerte con el corazón desesperado y la garganta convulsa a causa de la fealdad de los misterios que no sufrirán ellos mismos por ser revelados. De vez en cuando, por desgracia, la consciencia del hombre tiene una carga tan pesada en horror que sólo puede ser tirada en el fondo de una tumba. Así, la esencia de todo crimen permanece oculta.

No hace mucho, alrededor del fin de una tarde en otoño, me senté en el ventanal del D–Coffee House en Londres. Por algunos meses había estado mal de salud, pero ahora, convaleciente, pero cada vez más fuerte, me encontré en uno de esos estados de ánimo felices, que son precisamente lo opuesto a los estados de ánimo aburridos, con el apetito más entusiasta, como cuando la película de la visión mental sale –achlus os prin epeen– y el intelecto, electrificado sobrepasa grandemente su condición diaria, como la vívida pero cándida razón de Leibnitz a la loca y endeble retórica de Gorgias. Sólo respirar era disfrute y yo encontraba placer positivo aún de las muchas fuentes legítimas del dolor. Sentía un calmado pero inquisitivo interés por todo. Con un cigarro en la boca y un periódico en el regazo, me había estado divirtiendo durante gran parte de la tarde ahora estudiando anuncios, ahora observando la compañía promiscua en la sala, ahora mirando a través de los cristales ahumados a la calle.

Esta última es una de las principales avenidas de la ciudad y una muy transitada durante todo el día. Pero, a medida en que la oscuridad llegaba, la multitud aumentaba de manera momentánea y, para cuando las lámparas se había encendido, dos densas y continuas olas de gente se apuraban junto a la puerta. Yo nunca había estado ahí en este lapso en particular de la tarde y el mar tumultuoso de cabezas humanas me llenó, por tanto, con una deliciosa novedad de emoción. Olvidé, al fin, todas las cosas dentro del hotel y me dejé absorber por la contemplación de la escena, sin nada.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y generalizador. Vi a los caminantes en masas y pensé en ellos y en sus relaciones globales. Pronto, sin embargo, bajé a los detalles y observé con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestidos, aires, pasos, rostros y expresiones faciales. Por mucho, el mayor número de los que pasaban tenían un comportamiento satisfecho, empresarial y parecían estar pensando sólo en volverse famosos. Sus cejas estaban entrelazadas y sus ojos se movían con velocidad; cuando algún otro caminante los empujaba, no mostraban ningún signo de impaciencia, más bien se ajustaban la ropa y se apresuraban a continuar. Otros, todavía un grupo numeroso, eran inquietos en sus movimientos, tenían caras enrojecidas y hablaban y gesticulaban consigo mismos como sintiéndose solos por la consciencia de la compañía de alrededor y su densidad. Cuando algo impedía su avance, esta gente de pronto dejaba de murmurar, pero redoblaba las gesticulaciones y aguardaba, con una sonrisa exagerada y ausente sobre sus labios, el paso de las personas que la obstaculizaba. Si los empujaban, se inclinaban profusamente hacia quienes lo habían hecho y se mostraban abrumados por la confusión. No había nada muy distintivo en estos dos grupos además de lo que ya he notado. Sus vestiduras pertenecían al orden puntualmente denominado como decente. Eran, sin duda, nobles, mercaderes, abogados, comerciantes, intermediarios de los valores de los eupátridas, lugares comunes de los hombres de sociedad y del ocio y hombres que participaban activamente en la realización de sus propios negocios. No mucho para excitar mi atención.

La tribu de los oficinistas era obvia y, aquí, discerní dos divisiones notables. Estaban los oficinistas más jóvenes, los que van a burdeles; jóvenes caballeros con abrigos ceñidos, botas brillantes, pelo bien engominado y labios desdeñosos. Dejando de lado una cierta pulcritud en su porte, que puede denominarse burocrático, por falta de una mejor palabra, las maneras de estas personas parecían una reproducción exacta de lo que fue la perfección del bon ton unos doce o dieciocho meses atrás. Ellos portaban las gracias desechadas de la burguesía y esto, creo, resume la mejor definición de la clase.

La división de los altos oficinistas de grandes empresas o de los «viejos compañeros estables» no se podía confundir. Estos se identificaban por sus abrigos y pantalones negros o cafés, hechos para sentarse cómodamente con cuellos blancos y chalecos, zapatos grandes de aspecto sólido y gruesas calcetas o polainas. Todos tenían cabezas un poco calvas y orejas derechas, largamente usadas para sostener la pluma, con la extraña costumbre de sobresalir. Observé que siempre se quitaban o se ponían los sombreros con las dos manos y que usaban relojes con pequeñas cadenas de oro, con un substancial y viejo patrón. Suya sería la extravagancia de la respetabilidad si, en efecto, existiera una extravagancia tan honorable.

Había muchos individuos de apariencia gallarda, a quienes fácilmente identifiqué como pertenecientes a la raza de carteristas crecidos, de los que todas las grandes ciudades están infestadas. Miré a esta alta burguesía con mucha curiosidad y encontré complicado imaginar cómo pueden, alguna vez, ser confundidos con caballeros por los mismos caballeros. Lo voluminoso de sus pulseras, con ese aire de excesiva franqueza, debería traicionarlos a la primera.

Los jugadores, de los que divisé no pocos, eran todavía más fáciles de reconocer. Llevaban toda variedad de vestimentas, desde la del embustero matón desesperado con chaleco de terciopelo, pañuelo de fantasía, cadenas doradas y botones de filigrana, hasta la del religioso escrupulosamente sobrio frente a lo que nada podía ser más sujeto de sospecha. Aún así, todos se distinguían por un cierto baño de oscuridad en la piel, una diáfana penumbra en los ojos y cierta palidez y presión en los labios. Había otros dos atributos, además, por los que siempre podía detectarlos: su tono bajo y precavido en las conversaciones y una extensión mayor a la normal del pulgar en dirección al ángulo recto que forma con el resto de los dedos. Muy a menudo, en compañía de estos estafadores, observé una categoría de hombres un tanto diferentes en hábitos, pero aún de la misma calaña, que pueden ser definidos como caballeros que viven de su ingenio. Parecían acechar al público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. De los primeros, las características principales eran los grandes rizos y las sonrisas; de los segundos las trencas y los ceños fruncidos.

Bajando en la escala de lo que se denomina nobleza, encontré temas más profundos y oscuros para la especulación. Vi buhoneros judíos con ojos de halcón titilando en rostros cuyas características mostraban sólo una expresión de abyecta humildad; vigorosos mendigos profesionales haciendo mala cara a limosneros de mejor estampa a quienes sólo la desesperación había conducido a la noche a pedir caridad; débiles y espectrales inválidos sobre quienes la muerte había puesto una mano segura y que, esquivos, se tambaleaban entre la multitud, mirando a cada uno a la cara de manera suplicante, como en busca de un poco de consuelo, de alguna esperanza perdida; jovencitas modestas que volvían de una larga y tardía jornada a una casa triste, encogiéndose, más llorosas que indignadas, por las miradas de rufianes cuyo contacto directo tampoco podía ser evitado; rameras de todos los tipos y de todas las edades con la belleza inequívoca en la plenitud de su femineidad, que hace pensar en la estatua de Luciano, con la superficie de mármol de Paros y el interior lleno de mierda: la leprosa repugnante y profundamente perdida en harapos, las arrugadas, enjoyadas y tiznadas haciendo el último esfuerzo de juventud y la niña aún pubescente pero a quien una larga tradición la ha hecho adepta a la terrible coquetería del oficio, quemándose con la feroz ambición de ser considerada igual que las más experimentadas en el vicio; borrachos innumerables e indescriptibles, algunos harapientos y parchados, tambaleándose inarticulados, con caras moreteadas y ojos sin brillo, otros de una pieza a pesar de sus ropas sucias, con un pavoneo ligeramente inestable, labios gruesos y sensuales y calurosas caras rubicundas; otros vestidos con telas que fueron buenas alguna vez y que aún ahora estaban escrupulosamente bien lustradas; hombres que caminaban con un paso naturalmente firme y elástico, pero con semblantes tremendamente pálidos y ojos horriblemente salvajes y rojos y que se agarraban, con los dedos temblorosos, a cualquier objeto que estuviera a su alcance, mientras avanzaban entre el tumulto. Además de todos los anteriores, pasteleros, mozos de cordel, cargadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, poetuchos, los que vendían con los que cantaban, artesanos andrajosos y trabajadores exhaustos de todas las descripciones, todos llenos de una ruidosa y excesiva vivacidad que retumbaba discordantemente en los oídos y provocaba una dolorosa sensación a los ojos.

A medida que la noche se hacía más profunda, más profundo era mi interés en la escena, no sólo porque el carácter general de la multitud se alteraba materialmente (sus rasgos más suaves se iban con la gradual retirada de la porción más disciplinada de la gente y los más duros salían en una calma audaz, a medida que la horas sacaban toda clase de infamias de sus guaridas) sino también porque los rayos de las lámparas de gas, débiles al principio en su lucha con el día moribundo, habían al fin ganado ascendencia y lanzaban a cada cosa un brillo irregular y estridente. Todo estaba oscuro y, aún, espléndido –como ese ébano al que se ha comparado con el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me llevaron examinar las caras de manera individual y, a pesar de que la rapidez con la que el mundo de la luz revoloteaba frente a la ventana me impedía lanzar más de una mirada sobre cada rostro, parecía que en mi entonces peculiar estado mental podía casi siempre leer, en el breve intervalo de una mirada, la historia de largos años.

Con la frente sobre el cristal estaba, entonces, ocupado en el escrutinio de la multitud cuando de pronto vino a mi vista un rostro, el de un viejo hombre decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años de edad. Un rostro que de golpe detuvo y absorbió toda mi atención a causa de la franca personalidad de su expresión. Nada de lo que había visto se parecía ni remotamente a esa cara. Recuerdo bien que mi primer pensamiento al contemplarlo fue que si Retzsch lo hubiera visto lo hubiera preferido sobre sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras me esforzaba, durante el breve minuto de mi búsqueda original, a formarme un análisis del significado transmitido, surgieron, de manera confusa y paradójica dentro de mí, ideas de gran poder mental de precaución, de mezquindad, de avaricia, de frescura, de malicia, de sed de sangre, de triunfo, de alegría, de excesivo terror y de intensa desesperación suprema. Me sentí especialmente estimulado, ansioso, fascinado. «Qué historia tan extraña –me dije a mí mismo– está escrita dentro de esa alma». Luego me vino un desesperado deseo por mantenerlo a la vista, por saber más de él. Apresuradamente, poniéndome el abrigo y buscando mi sombrero y mi bastón, logré salir a la calle y me empujé entre la gente en dirección que lo vi tomar, porque ya había desaparecido. Con un poco de dificultad, lo vi de nuevo. Me aproximé y lo seguí de cerca pero con cuidado, para no atraer su atención.

Tuve, entonces, una buena oportunidad de examinarlo. Era pequeño de estatura, muy delgado y aparentemente muy frágil. Sus ropas, en general, estaban sucias y raídas, pero mientras se ponía, de vez en cuando, bajo el fuerte fulgor de una lámpara, yo percibía que su vestimenta, aunque sucia, tenía una bella textura y, tal vez, mi vista me engañó, pero a través de la rasgadura de una capa herméticamente abotonada y evidentemente de segunda mano que lo envolvía, pude asomar un diamante y una daga. Estos hallazgos elevaron mi curiosidad y decidí seguir al desconocido a donde se dirigiera.

Era ya completamente de noche y la gruesa capa de niebla que cernía la ciudad se convirtió en una estable y pesada lluvia. Este cambio de clima tuvo un efecto extraño sobre la muchedumbre, que se puso entera en nueva conmoción y se sombreó la escena con un mundo de sombrillas. La vacilación, los empujones y la bulla incrementaron al doble. De mi parte, no hice mucho caso a la lluvia –el acecho de una vieja fiebre en mi sistema hacía que la humedad fuera peligrosamente placentera. Atando un pañuelo sobre de mi boca, continué. Por media hora, el viejo llevó su camino con dificultad por la gran calle principal y yo caminaba cerca de su hombro por el miedo a perderlo de vista. Ni una sola vez volteó, por lo que no pudo verme. Poco a poco llegó a un crucero que, aunque estaba densamente lleno de personas, no lo estaba tanto como la calle que había recorrido. Aquí, un cambio en su actitud se hizo evidente. Caminó más despacio, con menos objeto que antes, más vacilante. Cruzó y volvió a cruzar la calle repetidamente, sin propósito aparente. El apretujamiento era aún tan denso que cada uno de esos movimientos me obligaban a seguirlo muy de cerca. La calle era estrecha y larga y su trayectoria se mantuvo dentro de ella durante casi una hora, durante la cual los transeúntes habían disminuido gradualmente hasta el número que normalmente se ve por la tarde en Broadway, cerca del parque –tan vasta es la diferencia entre la población de Londres y la de la ciudad americana más frecuentada. Una segunda vuelta nos llevó a una plaza, brillantemente iluminada y rebosante de vida. La vieja actitud del extraño volvió a aparecer. Su barbilla cayó sobre su pecho mientras sus ojos giraban salvajemente por debajo de sus cejas tejidas en todas las direcciones sobre aquellos que lo rodeaban. Continuó con su camino de manera constante y perseverante. Me sorprendió, sin embargo, darme cuenta que luego de haber hecho el circuito de la plaza, se volvió sobre sus pasos. Más me asombró verlo repetir la misma caminata varias veces, en una de las cuales casi me descubre cuando volteó en un movimiento repentino.

Pasó una hora en este ejercicio, al final del cual encontrábamos menos interrupciones que al principio por parte de los peatones. La lluvia caía rápidamente y el aire se puso frío. Las personas se retiraban a sus hogares. Con un gesto de impaciencia el caminante pasó a un callejón comparativamente desierto. Debajo de éste, aproximadamente a un cuarto de milla se apuró con una actividad que yo no podía creer en una persona de tanta edad y que me metió en problemas para seguir persiguiéndolo.

Unos minutos nos llevaron a un bazar grande y ocupado, con áreas que parecían familiares para el extraño y donde su comportamiento original fue apareciendo de nuevo a medida que iba y venía, sin propósito, al cobijo de compradores y vendedores.

Durante la hora y media que más o menos pasamos en este lugar, requerí de mucha precaución para mantenerlo cerca sin atraer su atención. Menos mal que llevaba zapatos con suelas de caucho y podía moverme en perfecto silencio. En ningún momento vio que lo miraba. Entró a una tienda tras otra sin interesarse en nada, sin decir ni una palabra, viendo todos los objetos con una mirada vacía y perturbada. No me sorprendió su comportamiento y decidí que no partiría hasta estar satisfecho de alguna manera con respecto a él.

Un estrepitoso reloj dio las once y la comitiva desocupó rápidamente el bazar. Un tendero que bajaba la cortina empujó al viejo y por un instante vi que un fuerte estremecimiento invadía su cuerpo. Se apuró sobre la calle, miró ansiosamente a su alrededor por un momento y luego corrió con increíble rapidez entre calles torcidas y sin gente hasta que emergió de nuevo a la gran calle principal donde habíamos comenzado: la calle del Hotel D que ya no tenía el mismo aspecto. Brillaba todavía con gas, pero la lluvia caía violentamente y se veían pocas personas. El extraño se puso pálido. Caminó taciturno algunos pasos sobre la una vez poblada avenida. Luego, con la vista pesada, se volvió en dirección al río y hundiéndose en una variedad de calles sinuosas salió al fin a la vista de uno de los principales teatros. Acababan de cerrarlo y la audiencia salía amontonándose por las puertas. Vi al viejo ahogar un grito, como por falta de aliento, mientras se lanzaba en medio del tumulto, pero noté que la intensa agonía de su semblante había, en cierta medida, disminuido. Su cabeza de nuevo cayó sobre su pecho y apareció como lo había visto al principio. Observé que ahora tomaba la dirección que había tomado la mayoría de la audiencia pero, sobre todo, no estaba seguro de haber comprendido lo caprichoso de sus acciones.

Mientras avanzaba, la compañía se volvió escasa y su vieja incomodidad e incertidumbre volvió. Por algún tiempo siguió de cerca una fiesta de diez o doce pachangueros pero uno por uno se fueron yendo hasta que sólo quedaban tres en un callejón estrecho, sombrío y poco frecuentado. El extraño se detuvo, perdido en sus pensamientos. Luego, con señales de agitación siguió rápidamente una ruta que nos llevó al límite de la ciudad por zonas muy diferentes de las que hasta entonces habíamos atravesado. Era la del barrio más peligroso de Londres, donde todas las cosas daban la impresión de la más deplorable pobreza y del crimen más desesperado. Bajo la tenue luz de una lámpara accidental, se veían, tambaleantes, viviendas de madera altas, antiguas y comidas por los gusanos que parecían caer en tantas y tan caprichosas direcciones que no se alcanzaba a ver un pasaje discernible entre ellas. El adoquín, puesto al azar, estaba invadido por un pasto rampante. Una horrible suciedad se pudría en alcantarillas desbordadas. Toda la atmósfera rebosaba desolación. Sin embargo, mientras avanzábamos, los sonidos de la vida humana revivían y, al fin, vimos a grandes bandadas de los más abandonados de la población londinense que se tambaleaban de acá para allá. La alegría del viejo se asomó de nuevo como una llama que está por apagarse. Una vez más, se dirigió hacia adelante con paso fluido. De pronto, dimos vuelta en una esquina. Un resplandor de luz explotó frente a nuestros ojos al pararnos frente uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Aunque ya era casi el amanecer, un número de ebrios desdichados aún se apretujaban hacia dentro y hacia fuera de la llamativa entrada. Con un sofocado grito de alegría, el viejo entró, volvió inmediatamente a su actitud original y caminó hacia delante y hacia atrás, sin objeto aparente, entre la multitud. No llevaba así mucho tiempo cuando, trágicamente, la gente comenzó a precipitarse hacia las puertas, señal de que el anfitrión las cerraba por esa noche. Observé algo aún más intenso que desesperado en el rostro del singular ser al que había estado vigilando de manera pertinaz. Sin vacilar en su andar pero con una loca energía, retrasó sus pasos hacia el corazón del vigoroso Londres. Largo y rápido huyó, mientras yo lo seguía con un asombro salvaje, resuelto a no abandonar el escrutinio por el que ahora sentía un absorbente interés. El sol salió mientras avanzábamos, justo cuando ya habíamos alcanzado el lugar más atestado y populoso de la ciudad, la calle del Hotel D, que mostraba una actividad y bullicio apenas inferior al que había visto la tarde anterior. Y aquí, entre una creciente confusión momentánea, persistí en mi asecho del extraño. Pero, como siempre, caminó de aquí para allá y durante el día no salió de la confusión de esa calle. Y, cuando las sombras de la segunda noche se encendieron, me di cuenta que estaba mortalmente cansado y, deteniéndome frente al caminante, lo miré fijamente a la cara. No me miró. Volvió a su caminar solemne mientras yo, dejándolo de seguir, permanecí absorto en la contemplación.

«El viejo –dije– representa el tipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre del tropel. Será inútil seguirlo, ya no voy aprender nada de él ni de sus acciones. El peor corazón del mundo es como un libro más grosero que el Hortulus Animae*, y quizá es una de las más grandes misericordias de Dios que er lässt sich nicht lesen».

 


 

*Nota del traductor: El Hortulus Animæ, cum Oratiunculis Aliquibus Superadditis de Grunninger, un pequeño octavo escrito en letras góticas, publicado por John Grunninger en 1500. «Un jardín –dice– en donde abundan flores para el placer del alma», pero que están llenas de veneno. A pesar de sus promesas refinadas, gran parte de estas meditaciones son tan pueriles como supersticiosas.

Traducción: Paulina Macías.

Este artículo forma parte de una colección especial de otoño 2012, dedicada al caminante.

 


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