¡Ah, la caballerosidad! Aunque todavía no está del todo desaparecida esta práctica, en otra época el padre de familia, o en su defecto el caballero de manual, cuando, al llegar conduciendo a un destino, era incapaz de encontrar un lugar próximo y propicio para estacionar el auto, procedía a depositar a la dama y al resto de los acompañantes en la puerta misma del lugar al que iban para después reemprender de manera solitaria la incierta marcha en pos de un lugar vacío. Una tierra prometida no donde establecerse y engendrar una nueva estirpe, sino un lugar para depositar momentánea y transitoriamente el vehículo que los transportaba. Era un desafío personal que en muchas ocasiones permitía –a la enamorada, por ejemplo– descubrir de qué estaba hecho su hombre, si era o no capaz de encontrar un terruño, tener el valor para reclamarlo y, sobre todo, la pericia para ocuparlo, todo sin demorar demasiadoen ello. Cuenta la leyenda que hubo un padre que, dejando a la madre y a su hijo en la capilla bautismal, y yendo luego a estacionar el auto, se encontró al volver no sólo con que la ceremonia había terminado, sino que se halló frente a su hijo crecido, tomado de una núbil doncella y pronunciando las palabras: «Sí, acepto».
Se supone que los negocios, y en general las prácticas económicas, son soluciones a un problema o necesidad. El valet parking tiene como propósito resolver el problema de la escasez de estacionamiento en un lugar determinado. Está claro que este servicio –cuestionable denominación, por cierto– va mucho más allá de esa nimiedad. La realidad es que un hombre ordinario, pero con chaleco ridículo y con gafete, lucha constantemente por conseguir lo imposible: intuir los espacios vacíos circundantes, desplazarse a ellos y, sin acrecentar el caos, ocuparlos. Y como en una ciudad no hay espacios vacíos, al hombre del chaleco ridículo no le quedaría otra que generarlos. Crear vacíos, ese es el objetivo. Y como eso resulta absurdo, lo que en realidad hace el valet es barrer la basura y ponerla debajo del tapete, y peor aún: del tapete de alguien más.
Pregúntele si no a los vecinos de los establecimientos que ofrecen esta ternurita de servicio. El dueño de una empresa de valets –cínico a más no poder– podrá decir que el problema no es el servicio que su empresa ofrece, pues un particular, si intentara estacionar su propio auto, tendría las mismas nulas probabilidades de encontrar un lugar. Pero seamos positivos con los particulares: quizá en el trayecto el conductor vio un lugar vacío, pero lo ignoró porque sabía que había servicio de valet en el lugar a donde iba. Así las cosas, el valet es más bien una cosa de flojera y esnobismo, de señores huevones y pajes a destajo.
Siguiendo con esta lógica de la pereza y la estupidez, que el restaurante añada de una vez por todas el servicio de darle la comida en la boca a los comensales, para luego acompañarlos al baño y encargarse de la asepsia. El establecimiento que ofrezca el servicio completo recibiría, por decreto, una estrella distintiva al excelso servicio.
Existen muchos incautos que se ven forzados a desembolsar una propina porque en el lugar al que asisten se ha impuesto el servicio de valet, guste o no. En ya casi todos los lugares, no queda otra opción que sentirse un burgués o un infante. Ahora cuando se acude a un lugar como un restorán, bar, etcétera, apenas el vehículo se ha aproximado lo suficiente al territorio del valet, éste se apresura a abrir cariñosamente las puertas y delicadamente ayudar a descender a los pasajeros. Si lo hace con suficiente agilidad, tendrá tiempo de alcanzar la puerta del conductor –quien, mientras tanto, oculta de la vista todo aquel objeto que juzgue de valor. Después, en una ceremonia descabellada pero validada por la cultura, el valet se pone de rodillas y recibe de su señor un toque en el hombro con las llaves del vehículo. Ungido el valet, intercambia un insignificante trozo de papel por las llaves. Es un noble acto de desapego y confianza, y con esa idea hemos de quedarnos. A cambio de una módica propina, nos convertimos en caballeros.
¿Cuál es el secreto para evitar el valet parking? Vamos, que no es como evadir a la muerte; busque un lugar y estaciónese; pruébese capaz de ello. Luego camine, que le vendrá bien. Evádalo para:
¿Cuánto tiempo llevas siendo valet?
Tengo aquí 6, 7 años. Me gusta, pero las desveladas luego sí pegan duro. Cuando era valet de antro, por ejemplo, luego terminaba como a las 7 de la mañana.
¿Has tenido algún percance?
De hecho, sí, tuve un percance cuando estaba en otro antro. Iba a entregar un coche y, a la hora de dar la vuelta, un cliente se arrancó y me lo llevé de lleno de un costado. Se me quería echar a la fuga, pero sí lo alcancé. Ahora, como el patrón tenía seguro, él lo manda a arreglar y listo, pero cuando se hizo el peritaje determinaron que yo fui él que tenía la culpa… ¡Si yo me estaba dando vuelta y traía mis direccionales! Aparte él estaba en la mera esquinita, en donde está lo amarrillo, donde se supone que no se pueden estacionar, ahí estaba estacionado él, ¡y arrancó sin luces!
¿Cuál ha sido el auto que más te ha gustado manejar?
Un Porsche. Un cuate una vez también se llevó uno a dar la vuelta, pero se fue un poco lejos y el baboso lo chocó [risas].
¿Cuál es la principal dificultad?
El centro, ahí sí está todo ocupado, pero a veces contratamos estacionamiento. A veces también los autos para prenderlos tienen truco, como que le tienes que mover las luces para que prenda.
¿Qué es lo que más te gusta de tu trabajo?
Que te echas luego la botana con los clientes que salen medio borrachillos.
¿Qué tal los clientes?
Hay de todo… Luego ya te conocen y te tratan bien.
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