Las impresiones de alguien que se va de México, vive fuera y regresa al país cada tanto, después de varios años. Una «visión pseudoextranjera», dice L.F. Niño, quien en esta reflexión es juez y parte, como cuando escribimos sobre el lenguaje.
Hace unas semanas vi el tuit desesperado de una amiga. Su decepción con el país estaba a tope. Le respondí: habla con un extranjero y pregúntale qué piensa de México.
La visión de un extranjero casi siempre alivia momentáneamente nuestra desolación. El residente en México, ya sea como trabajador expatriado o como hippie en Oaxaca está vacunado contra la creencia de que «todo está mal».
Su idea del país es opuesta a la nuestra. Y sí, uno puede alegar que un extranjero no sufre la vida en México porque los mexicanos tienden a tratarlos muy bien. (Siempre y cuando vengan del norte o del otro lado del atlántico. Del sur, es otra cosa.) Tendemos a rodarles la alfombra roja, les hablamos del país como si fuera el paraíso, les pintamos todo lo malo con tintes de comedia y nos enorgullecemos de las idiosincrasias, las curiosidades, los extremos, las incongruencias y hasta de las estadísticas más trágicas: México es el mayor consumidor de Coca Cola, el de mayor índice de obesidad infantil. En México los narcos tienen cuentas Instagram y Twitter, el presidente en turno es…
De esta visión extranjera y su beneficio estoy plenamente convencida porque mi laboratorio personal y mis notas de campo acumuladas durante los últimos 2,555 días fuera de México me lo demuestran.
En los primeros 700 días fuera fui de visita a México dos veces. La primera vez, «el sujeto», es decir, yo misma, recolecté nostalgia y cursilería, pero también un suave alivio de haberme ido.
Dicen los diarios:
La República Mexicana es difícil de abandonar. Se cuela por todos lados, impone su presencia con todo lo que tiene. Hace uso de los lazos más íntimos y frágiles para no dejarse olvidar.
Me preguntaron si sentía como si llegara a casa o si me «iba de casa». No supe responder.
Mi hermana enumeró: «En esta vida te quedan como unas veinte o 25 visitas solamente…». Me tomó un rato antes de comprender que se refería al intervalo de dichas visitas, suponiendo una anual como máximo.
Esas cuentas uno no las hace cuando decide expatriarse definitivamente.
Hubo dos interludios largos entre mis viajes al país. El primero de un año y medio, el
segundo de dos años. Eso me redujo el número de visitas a 21 y media.
Tras el primero volví a sentir la apretada trenza de emociones: el terror de visualizarme en México de forma permanente y la agonía de no querer irme nunca. Fue una suspensión de tiempo, el clásico cántico de «no soy de aquí ni soy de allá».
Los circuitos lingüísticos interferían dolorosamente en mis conversaciones, provocaban la mofa de mis interlocutores y en algunos casos su desdén. La misma reacción recibida por los chicanos con su spanglish yo la causaba con mi frangolish.
De los diarios:
Me da miedo volver. Me da miedo irme. Me siento como una tela fina que podrían rasgar con un tirón. Pensar en no venir en mucho tiempo me aflige, pero en estos días la remota posibilidad de quedarme me aterra casi tanto como morirme. No sé explicarlo. Sentí el vacío, el aislamiento y la lejanía de entonces. Me hace querer correr hasta la frontera y no mirar atrás.
El invierno del 2014 fue de los más crudos en la historia de Quebec y ha sido la primera visita larga. Cinco semanas en total. Había vivido 2,150 días fuera.
De ahí vino mi conclusión sobre el extranjero y su visión benévola de la vida allá.
Encontré otro México.
A la segunda semana pensé: si hubiera que volver, sería posible encontrar mi sitio.
El viejo terror ya no estaba ahí.
Desde mi llegada, intenté tomar notas pero rápidamente desistí. La estimulación no tenía ángulos de donde asirla, era un torbellino. De las notas de campo elegí tres observaciones. Atribuyo mi elección a la visión sin influencias que me acompañó, pues llevo más de 1,000 días sin leer noticias sobre México y he perdido la comunicación con la mayoría de las viejas amistades a fuerza de rechazar Facebook.
Mis amistades nunca fueron de escribir cartas, y yo dejé de escribir a quien no escribe de vuelta. No llevé expectativas, sólo llevé las ganas de recuperar mi propio fantasma.
Estas son las tres cosas que más me asombraron (de entre muchas otras):
En el lado negativo también enumero tres cosas. De no tenerlas en cuenta, cancelan las tres anteriores.
Llevé una mirada exterior, limpia de noticias, prejuicios, cinismo y memoria: como una extranjera. Encontré un país sorprendente e interesante.
De entre las maravillas en cada esquina, encontré, me atrevo incluso a decir, cierta felicidad de baja intensidad pero más durable. Inexistente en un país como Canadá donde los First World Pains se vuelven insoportables y la búsqueda de la felicidad es como darle a la piñata con pañoleta en los ojos.
No creo estar equivocada en mis percepciones. Si lo estoy no me corrijan. Me gusta mi visión pseudoextranjera.
Yo sigo renovando mi pasaporte mexicano cada cinco años mientras sigo contando los días fuera y los días dentro.
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