Nos advierten: no se asusten, los muertos emiten a veces ruidos primitivos confusos. ~Gerardo Deniz
En la memoria de algunos hombres, vibran con simetría presagios primitivos y espantosos, melodías tan antiguas como el mundo mismo, dijo el brujo tocándose la frente y evocando un profundo suspiro seco y terroso. El latido es el compás de la vida; al final, la medida se desgasta esfumándose en un silencio definitivo, la composición biológica del cuerpo se expande para reconocer en el tiempo evolutivo los sonidos esenciales y errantes del universo, nada –y aquí se quedó mirando fijamente a Big Bang como si estuviera sentenciándolo a la vida en mutismo– es hueco como la cabeza, cualquier acorde repercute en nuestro plexo solar y desde allí los apagados cantos ancestrales evocan a los espectros para que nosotros bailemos perecederamente con ellos: el baile de la muerte. El brujo, empapado en sudor por el calor de las llamas, sacó de una cubeta varias piedras blancas, Big Bang y yo nos miramos intensamente, conmovidos e iluminados. Decidimos pasar allí el resto de la noche. El frío ya se nos había quitado.
Llevaba conociendo lo suficiente a Big Bang como para dejarme llevar junto a él por las sonoridades mágicas del brujo contemporáneo. Recién lo acabábamos de conocer. Un día antes, Big Bang llegó por la tarde a mi casa, iba muy nervioso y excitado, me dijo que acababa de tener un encuentro directo con el núcleo de la ciudad, que había escuchado cómo las entrañas de las calles se retorcían provocando retumbos y chirridos atemorizantes, escuchó cánticos guardados de mujeres y hombres sufriendo, pudo oír al concreto partiéndose en dos y ritmos provenientes de la antigüedad. Lo miré realmente conmocionado. Forjé un porro de prisa e inmediatamente después me confesó lo de la nota y el brujo.
Big Bang somos todos nosotros, mis amigos y tus amigos.
¿Quién era Big Bang? Big Bang era mi mejor amigo. Cuando lo conocí se presentó como Big Bang, me pareció razonable ya que de alguna forma extraña tenía el físico para ser un Big Bang. Le dije que yo era Kash, el hijo de Wárdok, él tampoco preguntó nada y con eso deduje su interés por la música. Con los años, nos reducimos a fumar, caminar, jugar Super Nintendo y, sobre todo, a la música. Estábamos obsesionados con la electrónica experimental, el IDM, minimal, maximal, nitropop, poesía sonora, Detroit techno, ambient, drumb & bass y otros géneros desconocidos, géneros que encontrábamos en lo más profundo del internet. Los mejores buscadores eran Audio Galaxy y Emule, todavía no había YouTube ni mucho menos Spotify. Normalmente, Big Bang llegaba a mi casa, armábamos varios porros, poníamos algo de To Rococo Rot y nos sumergíamos en murmullos sintetizados y estructuras trastornadas. Nuestro trance sobre el sofá era real. Comenzaba con un hormigueo en las piernas, los cartílagos vibraban suavemente, los párpados temblaban, uno a la vez, y en mi cerebro las representaciones y la señalética del inconsciente se convertían en matemáticas y poesía. Big Bang y yo creíamos que a través del IDM se podía llegar a un estado de conciencia similar al de la meditación crónica. Pensábamos que podíamos abrir un portal sonoro. Lo más importante era salir a transitar por las calles de la ciudad y crear una metástasis entre los ruidos urbanos y los beats espectrales generados por softwares místicos.
Para adentrarnos en la ciudad usábamos peyote. Lo comíamos una hora antes de clavarnos en la urbe, seleccionábamos el CD que cada uno iba a escuchar y, por si las dudas, llevábamos nuestro estuche de discos. Cuando los efectos de la mezcalina comenzaban a palpitar en nuestro pecho, nos lanzábamos a las calles del centro y algunas veces hasta la zona industrial. Se encendía de pronto el imaginario disonante. Cada quien con sus audífonos, uno detrás del otro, peregrinos alucinados. Generalmente salíamos por la calle Felipe Luna y nos quedábamos frente al templo del Calvarito electrizados. Los motores de los taxis y las cadenas de las motocicletas se sentían en las suelas de los tenis. Big Bang siempre terminaba poniendo el mismo disco: LP5 de Autechre. Podía darme cuenta de que lo iba escuchando al contemplar su caminar numérico y espiriforme. Mis peregrinajes, eran muy diferentes a los de Big Bang, él estaba buscando el sonido biológico. Varias veces se tumbaba en alguna jardinera del Jardín Zenea y proclamaba que podía escuchar al cosmos, que sus composiciones eran como mil granos de arena cayendo sobre el cristal. En cambio, yo me tenía que enfrentar con coyotes rabiosos que salían de los callejones, con sus aullidos y su rabia, sentía unas fuertes pulsaciones en el estómago y creía que allí estaba la entrada al portal. Me gustaba pararme frente a las estatuas, desarmarlas y volverlas a armar, pieza por pieza. Era un ejercicio meticuloso pero perfectamente simétrico y memorizado. La música en mis oídos eran golpes de bronce y minerales chocando entre ellos.
La noche antes de que Big Bang llegara a mi casa para platicarme lo del brujo, nos habíamos aventurado a la ciudad bajo los efectos de un licuado de peyote con piña. Big Bang le dio play al Pin Skeeling de Mira Calix y, como yo sentía una fuerte taquicardia, decidí sumergirme en los océanos sagrados de B12. Un auto, dos camiones, voces, gira, retorna, neón, mantente, impalpable, el vacío, un coyote, Plaza de Armas, la noche y, como por acto de magia, Big Bang se quitó los audífonos y me indicó con señas que me quitara los míos. Mis tímpanos compactados sintieron las pulsaciones de la atmosfera, como si un par de almohadas estuvieran atadas a mi cabeza. Tardé en asimilar los sonidos de las calles, de la realidad, del tiempo presente. La ciudad es el cuerpo de la música. Intenté comprender lo que Big Bang quería decirme, pero solo escuchaba tambores tribales y susurros muy graves. Distinguía su boca moviéndose y podía sentir los impulsos sonoros retumbando en mi rostro. Entonces advertí, mirando los ojos desorbitados de Big Bang, que me estaba hablando en Esperanto[2].
Al día siguiente, Big Bang se levantó aturdido y cuando se miró en el espejo reparó en que todavía podía escucharse a sí mismo bajo un halo de armonías desconocidas. No era nada similar a lo que había escuchado hasta ahora. Eran tambores tribales y cantos antiguos, como si su ADN los reconociera por instinto y necesitara de ellos. Parecidos a ritmos africanos que alguna vez había escuchado en un programa de televisión. Provenían de dentro de su ser, los podía sentir en su mente, en su pecho, en sus rodillas y en sus tobillos. Intentó recostarse, pero el canto aumentaba. Su fuerza era sorprendente. Cerró los ojos y vio líneas rectas, microorganismos, agua furiosa, poco a poco se fue formando un mapa. Sintió que se asfixiaba y salió aprisa de su casa. Necesitaba aire, aire silencioso y fresco. No llevaba audífonos, no había fumado marihuana, no había comido peyote, sin embargo, sentía en la planta de sus pies un temblor de fuego, un latido, un corazón gigante. Los cánticos se extendían con rabia y, cuando sintió que se desvanecía bajo un árbol, un silencio monstruoso se apoderó de todo y todas las cosas. Después de un rato, abrió los ojos y escuchó los ruidos de la calle, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Sintió algo entre sus manos, era un pequeño papel con algo escrito:
Lo escuché todo.
Camino de San Jerónimo, Km ***. Salida a Cadereyta. Rancho el C**********. Carretera México, Querétaro.
Lleguen antes de que acabe el siglo. M**** K*********
La caligrafía era excepcional, vi la nota cuando Big Bang llegó a mi casa atónito a contármelo todo.
—Vamos mañana temprano—, le dije sin titubear.
Llegar fue sencillo. El nombre del rancho estaba escrito sobre una tabla con pintura roja. Cruzamos una pequeña cerca de alambre y seguimos el camino que llevaba hacia dentro. Era un camino de terracería, como de unos 200 metros. Alcanzamos a distinguir entre los espejismos una casa grande, moderna, reluciente. Se alzaba como un templo entre los cactus. En la entrada colgaba otro letrero que tenía escrito con una hermosa caligrafía:
Dejar en la canasta teléfonos celulares y cualquier aparato electrónico. Queda estrictamente prohibido el acceso a cualquier tecnología.
Big Bang vacío inmediatamente sus bolsillos. Dejamos dentro de la cesta nuestros Nokia, los Discman, audífonos y relojes.
Mientras nos acercábamos por un camino de arbustos y nenúfares, pudimos percibir una bella terraza y una alberca clara y limpia. Alguien estaba nadando. Llegamos hasta el borde del agua, pero el hombre que nadaba estaba tan concentrado en su crol que no nos advirtió. Esperamos 15 minutos hasta que terminó su rutina y entonces salió de la piscina dejando un rastro de huellas de agua que inmediatamente se evaporaban con el calor. Mientras se secaba con una enorme toalla blanca nos dijo que nos estaba esperando. Big Bang y yo teníamos las mismas preguntas, pero ninguno de los dos dijo nada. Pasen, nos dijo, vamos a beber un té y a platicar.
El brujo tenía alrededor de 40 años, pero se veía más joven y a veces más viejo; no supimos deducir con exactitud su edad. Estaba perfectamente afeitado y tenía un enorme tatuaje que le cubría todo el pecho, una especie de mapa, sin nombres o números; era un laberinto de líneas. En varios cruces estaba tatuado con delicadeza un punto rojo. Vivo aquí solo, dijo el brujo todavía con el traje de baño puesto y la toalla sobre los hombros, pero esta no es mi casa, es prestada. La nota, dijo mirando a Big Bang, la escribí yo para silenciar tu caos.
Se acabó el siglo XX en la densa oscuridad de un temazcal.
Enseguida comenzamos a sentirnos resguardados y nos dejamos llevar. Después del té, nos pidió que nos pusiéramos unos taparrabos negros que había sacado de un closet y entramos a un temazcal que él mismo había construido en un bello jardín al fondo de la casa. Fueron cuatro puertas. Cada una más poderosa y más oscura que la otra. Las piedras calientes eran volcanes activos; nuestro sudor se metamorfoseaba con el agua herbal; el origen de la tierra zumbaba sin compasión. El brujo hablaba y deliraba en lenguas extrañas: otomí, etrusco, germano, no lo sabemos. Tocaba de pronto instrumentos prehispánicos que en el trance me parecieron muy cercanos al IDM. El útero de piedra comenzó a pulsar y contraerse. Después de la negrura y la magia fuimos expulsados del vientre con la violencia y la sangre y la viscosidad de la naturaleza. El agua helada nos regresó lentamente a la vida. Sentí la luz y el color. Nos quedamos en silencio un largo rato y, cuando comenzaba a atardecer, el mago encendió un fuego con madera de pino y ocote. El cielo estaba despejado y las estrellas latían con la misma velocidad que las llamas. Nos sentamos alrededor del calor y nos ofreció un brebaje verduzco y espeso. Amargo. Entonces comenzó a predicar:
—En la memoria de los hombres con honor quedan presagios primitivos y espectrales de melodías tan antiguas como el mundo mismo.
Acomodó unas piedras blancas en forma de triángulo para que nosotros quedáramos en el centro. El cielo azul marino estaba radiante. Unas ligeras convulsiones se apoderaron de nuestra materia. Los sonidos recónditos y arcaicos comenzaron a salir de nuestro pecho, podíamos verlos como llamaradas y como relámpagos y como luces de camiones.
—Tu cuerpo es el único instrumento vivo—, decía el brujo entre nubarrones y danzantes del inframundo que se iban congregando, poco a poco, a sus espaldas.
Una armonía profunda comenzó a nacer, era el segundo cuerpo. Por reflejo empecé a producir sonidos con mi boca, me golpeaba el pecho, Big Bang hacía lo mismo, éramos reaccionarios descubriendo la música del mundo y el desgaste de la naturaleza. Brincábamos y nos agitábamos dentro del triángulo. Eran los ecos de los años, era un experimento sonoro claro y puro.
De pronto, en una claridad borrosa, vi al brujo desnudo, o eso creí, los puntos rojos de su tatuaje latían con fuerza, se proyectaron como puntos láser sobre el cielo registrando varios objetivos específicos. Intenté seguir las líneas, trazar el mapa, abrir de lleno el portal y traspasarlo con mi organismo. Los ritmos ancestrales comenzaron a transmutarse con sonidos de autos, cláxons, campanas, motocicletas, ambulancias, gatos, acero y voces humanas. El mapa del brujo siguió resplandeciendo hacia el espacio. Era un mapa de los sonidos. El portal. Sentí mi cuerpo como una gelatina. El IDM se detuvo, el fuego se fue extinguiendo, y por fin llegó el silencio.
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