Atento, o sin estarlo –con una consigna–, llevo un tiempo pensando en los ruidos urbanos. A veces como si estuviera sentado en la banqueta de la avenida más transitada de la ciudad, y a veces a punto de dormir escuchando el trrrtrrrtrrrrt lejano de algún camión cuyo conductor hizo caso omiso del letrero que rezaba, que imploraba: «Zona urbana, utilice silenciador». Escribir sobre los ruidos urbanos, eso me ocupa. Podría elogiar al ruido y embellecerlo o al menos defenderlo –si es que estuviera calificado para ello. La escritura podría ser melódica, armónica, bien acompasada, fluida y disfrutable, pero no sé si puede serlo tratándose del ruido, teniendo que hablar de él, ubicuo e impersonal, con multitud de caras desagradables, que son todas la misma, punzantes como aristas. Que parece no hablar, pero al que escucho perpetuamente en un lenguaje incomprensible; diciendo nada. Ruido es trrrtrrrtrrrt, esa vibración que captan trrrtrrrt nuestros oídos, que nos trrrtrrrtrrrrt invade sin que lo hayamos trrrtrrrtrrr solicitado, y podría píííípíííp seguir escribiendo uíuíuíuuú onomatopeyas cada vez que se cuela un ruido aquí en donde escribo, como ahora que trrrtrrrtrrrrtrrrrt se estaciona un coche. Sería elocuente y desagradable. Podría seguir hasta que el lector diera vuelta a la página. Eso es el ruido, lo que no queremos escuchar. Urbano es aquello que se refiere a la ciudad, aquello que está dentro de su entorno, de su perímetro, ¿pero no es lo urbano exclusivo del Hombre? ¿No son entonces los ruidos urbanos los ruidos del hombre donde quiera que éste se halle? Bueno, miremos la urbe. La ciudad es, en primera instancia, el caldo que nutre las ambiciones y propósitos del Hombre. Aquí, en esta organización social, en este contrato producto de multitud de dinámicas ignotas y designios, habita el Hombre, constructor de máquinas e ideas, la escandalosa bestia de voz discreta.
Imagino a hombres anteriores peregrinando para ver pasar y escuchar una locomotora. Visitando las primeras fábricas con una mezcla de temor y magnificencia, asomándose a la azotea para ver pasar al Concorde, todos ellos testigos de la modernidad y de su ruido, como si éste fuera un vibrante alimento. Sé que hoy existen hombres que compran motores escandalosos y, ante el estrépito de la máquina, avanzan con el martilleo que les repiquetea la glándula suprarrenal estimulándoles la liberación de adrenalina. Con ello se solazan y se conflagran en su gozo: el ilusorio logro humano. Así, en medio de ese estruendo incesante, se entrelazan íntimamente con su especie.
Y yo aquí escucho un ruido y quiero volver atrás porque antes dije que podría defender al ruido con una escritura armónica, pero quiero cuestionarme. Podría borrar lo escrito y dejar sólo lo nuevo, pero eso no cumpliría mi propósito; quiero desmentirme. Tal vez alguna vez haya escrito algún texto rimado, algo que a los oídos del lector fue casi melódico, ligero y saltarín, agregaré que el texto además fue bello, exageraré pensando que fue, quizá, sublime. Tal vez como una orquesta en medio de la plaza, y al doblar la esquina, un café, donde la cuchara toca a la taza para invocar las infusiones, un café con charlas íntimas y moderadas. Luego, en el balcón de una callejuela, una mujer abriendo las ventanas y batiendo con pericia las sábanas que ondearán al ritmo del viento, y un niño pateando una pelota y un bebé en una cuna mirando sobre su cabeza un móvil que tintinea. En esta escena, como en alguna poesía, parece no haber ruido, pura musicalidad y cadencia; inspiración y armonía. Pensemos en algún escritor consagrado, un poeta lejano o próximo, algún vate místico. Recorramos sus páginas pensando que el lenguaje y su sustancia pueden ser sí, armoniosos y dulces, pero cerremos el libro y miremos al hombre: ¿no es todo un delicioso embuste? ¿Cuántas palabras, ideas, remordimientos y angustias; cuántas cacofonías, disonancias y correcciones habrán existido en ese hombre entre la primera letra y la última del más excelso de sus textos? Y aún si de un tirón ha escrito toda su poesía, luego vendrá una relectura que presente dudas, que sugiera correcciones, ¿y no es todo eso también ruido, el mismo ruido de los hombres? ¿Alguna vez, en medio de un mercado, una avenida o algún convite notaron uno de esos extraños momentos en que todo el fragor y el ajetreo se calla?
Hemos encontrado el modo de sobreponernos al ruido: nos colocamos unos audífonos y caminamos en medio del bullicio sin enterarnos de nada. Silenciar un ruido con uno más agradable, quizá, pero también más ensordecedor; combatir el fuego con fuego. Qué fácil sería dejar que la música lo inunde y lo ocupe todo, la Obertura 1812, su motivo triunfal y sus cañones de artillería. Mero artificio.
No dudo que habrá suelto en el mundo algún sofista que halle argumentos para elogiar o defender el ruido de una ciudad –sé que hay quienes lo disfrutan–, o algún otro que aprecie sus significados y sus connotaciones, su encanto y su folclor. Yo no puedo hacerlo. La primera utopía que yo habitaría sería la del completo silencio. No sé del todo cómo sería, pero no harían falta reyes sabios, legislaciones excelsas y prudentes, ni igualdad, progreso y fraternidad. Nunca he escuchado a un político ofrecer ciudades más silenciosas; sí, en cambio, industrias, eliminar tenencias para coches y etcétera. La utopía del completo silencio: una urbe donde, por ejemplo, los asesinos caminen de puntitas, con armas que disparan en silencio, y donde cada detonación ahora ausente ratifique mudamente que todo ruido es un residuo prescindible. Una utopía donde las víctimas cayeran silentes, sin alaridos, sin respiraciones agitadas, donde incluso las superficies más sólidas recibieran a los cuerpos abrazándolos en su caída. Donde las ambulancias fueran como esas enormes máquinas quitanieve que con una pala en V hicieran a un lado todos los autos que se interpusieran en su camino. Sí, esta mole mecánica, únicamente para poder dejar a un lado las desquiciantes sirenas, uíííuíííu uíííuíííu. ¿Lo coches arrojados por los costados? Daños colaterales en aras del silencio. Porque si toda la dinámica e interacción humana es irrefrenable e insalvable, y si todo ha de persistir como es, y si persiste la máquina, el caos y lo violento, al menos que persistan en silencio. Habrá seguro quien piense que en el cielo se escucharán harpas celestiales, que si algún día el Hombre ha de hallar en algún progreso quimérico la paz, a ésta la acompañara el silencio, bellas voces, un delicado susurro del viento y los dulces cantos de la aves. Porque sé que una vez habité en un doble escándalo, me parece, pues, que los ruidos urbanos, las ciudades y su caos son una fiel extrapolación, una materialización de la mente humana, que no calla, que no cesa, y que sólo de vez en cuando logra urdir alguna trama medianamente armónica. Así que por atroz que se presente esta utopía, por violenta que sea, lleva en sí un mensaje que no se puede defender con palabras: el silencio antecede a la paz.
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