Hoy leía una queja legítima. Alberto Chimal se molestaba porque alguien escribió un obituario sobre Daniel Sada que hacía más notable al que escribía que al que describía. Molestia entendible. Hace tiempo que se impuso la modita de que quienes hacen un memorial de alguna figura notable comiencen hablando en primera persona y el lector termina irremediablemente perdido tratando de decidir si el notable es el fallecido o el escribiente; que nunca se desperdicie la valiosa oportunidad de reivindicarse so pretexto de un muerto. Ay.
Cuando Monsiváis se despidió de este mundo ladino, resultó que era amigo íntimo de, cuando menos, unos 70 personajes, si le hacíamos caso a tanta letra más muerta que el escritor, que anduvo circulando por todas partes.
Debe haber una cierta decencia cuando se publica o se habla sobre alguien que ha muerto.
Vicente Fox, doliente de una verborrea proverbial, dijo, a propósito de la muerte de María Félix, que era una conocida «luchadora de la democracia». Particularmente no recuerdo que a esa excepcional mujer (por el sentido de excepción, que conste) le haya interesado otra cosa más allá de su propia persona o personaje. Qué aprieto tener que escoger palabras para honrar memorias. No debería ser difícil decir llanamente lo que la persona fue, o hizo, quisiera suponer. Pero parece que sí.
Murió Gadaffi, el diablo encarnado, y leí a ciertos franceses que finalmente reconocían que, si bien su muerte era infinitamente deseada, la forma no. Algo de decencia.
Todo este preámbulo porque quiero afirmar que soy aficionada a leer los obituarios bien escritos.
La mejor de las oportunidades se da en los periódicos estadounidenses y canadienses. Hace poco llegó a mis manos, por un amigo peregrino, el Globe and Mail. No pude sino detenerme en una nota particular. Estaba escrita por un señor muy formal que escribía sobre su hermano que recientemente había partido de este planeta. Inevitable condolerse del hermano que recordaba a un simple John que se distinguía por enviar postales a todos sus amigos siempre que visitaba cualquier sitio que tuviese postales. Por esa curiosa afición, todos lo recordaban. Por esa, vamos a llamarla maña, su círculo de familiares y amigos conocían las imágenes de casi todos los pueblos del oeste canadiense, porque durante décadas esa fue la única zona que visitó. Y esa insignificante nota, si se quiere inconsecuente, le dotaba de grandeza al personaje. Un señor sencillo que mandaba postales les otorga felicidad de turistas pasivos a todo un conjunto de personas por más de cincuenta años, y que haya alguien con la suficiente paciencia de contarlo le devuelve ese contento a la memoria colectiva.
El New York Times, por supuesto, es mi favorito. Recoge anécdotas y las vuelve memorables. Hace que por un segundo se sienta que, ante el efímero paso de los que aquí estamos, perdure la magnitud de las palabras para contrarrestar el olvido. Me mata (sin ironía de por medio) leer que la señora Gretta Munschen se enamoró de su esposo por más de 60 años cuando, en arranque de travesura, le quitó la silla en la Secundaria. Renueva el espíritu saber que Lucie Kern era una mujer que coleccionaba melodías para sus hijos. Que un compositor del que nunca había oído resulte ser el autor de una melodía de una película, esa sí, inolvidable; que Mary Hunt Kahlenberg tenía una casa en Nueva Inglaterra que ella misma construyó y para la que aprendió Arquitectura, y pienso si el día que estuve por esas tierras, sin saberlo, pisé el mismo jardín que ella frecuentaba. Los obituarios siempre me provocan un vértigo inacabable: casi todas las vidas están llamadas a ser grandiosas si alguien se toma el tiempo de notarlo. De anotarlo, más bien.
Los obituarios están ahí para que, por más tiempo del que dura un funeral, se entienda que todos los que nos dejan, dejan algo de por medio.
Y termino con una frase del libro para niños Es así que dice que los que parten y los que llegan se encuentran por unos segundos y se desean felicidad.
Los obituarios le ponen letras a esa felicidad puntual.
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