Existe un sentimiento «espontáneo» en la mayoría de las personas saludables que les provoca repulsión, indignación y cierta tristeza cada vez que caminan por una playa plagada de botes de plástico, zapatos viejos, redes de pesca, boyas carcomidas o cualquier otra basura humana. Lo mismo sucede cuando navegan en una balsa turística en cualquier paraíso natural y en algún recodo del río se topan con una alfombra de botellas plásticas de todo tipo y alguna otra escoria flotante. En esos momentos surge, como dije antes, un sentimiento instintivo de rechazo; se ha vulnerado el paraíso primigenio, se le ha contaminado.
Se constituyen organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas, se crean campañas de concientización e incluso se hacen planes de estudio a todos los niveles académicos en los que desde bien pequeños aprendemos a no tirar basura, no contaminar y otras conceptualizaciones similares. Es un problema apremiante, estamos ensuciando nuestro hogar, la Madre Tierra.
La contaminación es un problema de categorías semánticas que trastocan la estética. Es decir, hay una categorización producto de una idea o un concepto, que no es otra que «un conocimiento». Sabemos que la basura es basura, y por tanto desagradable, temible y execrable, pero ¿qué más podemos decir sobre ella? Esta llamada «contaminación» no lo es tal por ser un desecho, o por algún juicio sobre su cualidad de agradable o desagradable. Un caracol puede ser repugnante, pero no es basura. Un cangrejo ermitaño puede adoptar un trozo de plástico como caparazón y por ello será una criatura depravada. Si el cangrejo tuviera un cúmulo de conocimientos y una desarrollada conciencia ecológica, se echaría una lata de aluminio al lomo e iría en pos de una recolectora de materiales reciclables. Luego tendría que conseguir un caparazón en el que pudiera cargar las monedas que le dan por sus latas, o le daría sus monedas a un pobre. Sería un cangrejo ecologista y filántropo.
Cuando en alguna senda hallamos una osamenta animal, a priori categorizamos y encuadramos a la osamenta como un residuo natural, lo cual permite cierta sensación de alivio. Clasificamos lo que es basura y lo que no lo es. Las bolsas de basura colgadas de los árboles son basura, pero si hubiera una telaraña inmensa de las que se asemejara a una maraña de nylon, y a la distancia que la observamos nos pareciera una maraña de nylon, nos bastaría acercarnos un poco para descubrir que se trata de un objeto natural y devolverlo a la categoría de lo natural, cosa que supondría un categórico alivio categórico. Lo mismo sucede con la osamenta, que si ocupa un lugar en el paisaje junto a una bicicleta herrumbrada, le otorgaríamos a la primera el derecho de piso y a la segunda no, aún cuando no sabemos si los elementos naturales ocultarán o desintegrarán primero a la bicicleta que al espécimen animal. ¿Qué sucedería si hubiera un especie animal cuyo esqueleto se asemejara considerablemente a la figura de una bicicleta o de algún otro objeto humano? Posiblemente nos incomodaría que al morir permaneciera insepulto. ¿O si sobre algún prado yaciera un gato de escayola, o en la sabana africana una réplica de un rinoceronte hecha de acero? ¿Qué sucedería si halláramos en una isla desierta el cadáver de un hombre con una prótesis de cadera? Los 205 huesos de «hueso», o sea colágeno, calcio y fósforo esencialmente, tendrían legítimo derecho a descansar sobre la playa, porque «polvo somos y al polvo volveremos»; la aleación de titanio sería removida y reciclada.
¿Qué pasa con los derrames de petróleo que mueven a millares de voluntarios de todo el mundo, denodados ecologistas que tallan con un cepillo de dientes una piedra en una playa y avanzan en procesión portando letreros condenatorios y fotos de aves blancas teñidas de óleo? ¿Por qué no hacemos brigadas de limpieza para secar y limpiar el lago Guanoco o algún otro depósito natural de asfalto o petróleo? Aprendimos lo que el cangrejo ermitaño no sabe: que la basura es basura.
¿Por qué nos trastornan de tal modo algunas de las obras humanas que creamos planes de estudio para que todas las generaciones de hombres sepan que una botella navegando un río es algo intolerable? ¿Por qué, cuando alguien pinta con óleo un rostro con una sonrisa «misteriosa» y lo exhiben en una galería, se cobra por pasar a mirarlo? Si en la piedra que se embadurnó de petróleo en la playa del derrame algún voluntario se figurara ver un Cristo, llegaría un panel de expertos en un helicóptero y luego tendríamos a la piedra exhibida en la catedral más próxima, y cobrarían por pasar a verla. Y si el voluntario no conociera la forma de Cristo, la removería con su profano cepillo de dientes. ¡Alabadas sean las formas!
Reflexionará el filósofo diciendo que todos los objetos y sustancias que más allá de sus cualidades y formas, que parecen apuntar a la degradación del hombre, en un sentido meramente material, todas las que nos hacen creer que algún solo material u objeto del mundo es creación nuestra, nos hacen sentir y contemplar una aversión inconsciente hacia nosotros mismos. De ello son verdaderamente inocentes las botellas de PET.
Ahora, vamos a imaginar por un momento que caminamos por una playa y de repente vemos salir del mar, un objeto de 20 o 25 cm de alto, constituido de un material transparente y flexible, con una cabeza blanca y una banda de colores en el torso que, según estuviera descrito en algún tratado científico, sirviera para atraer a ciertos bípedos que beben su contenido.
Si nos informáramos más sobre esta criatura u objeto, conoceríamos que su existencia se debe a procesos más complejos que la misma evolución natural. Tal vez nos maravillaría el brillo del sol sobre su húmedo costado. Pensaríamos en todo el camino que va desde ser una idea y una ciencia, una materia prima, su proceso de creación, su nacimiento, su vida útil y su muerte. Entonces lo miraríamos como una osamenta, como un resto mortal, lo cambiaríamos de categoría y podríamos caminar tranquilos, incluso maravillados por nuestras playas pobladas de estos despojos. Quizá conociendo su verdadero valor, podríamos prescindir de las campañas de recolección y limpieza, amenazaría su reposo en playas, ríos y lagos, la gente que quisiera colocar en su casa una pequeña pecera de vidrio, mitad arena y mitad agua, con una colección de botellas plásticas que ahora mismo reposan en algún llamado paraíso.
Si esto no funciona, la otra cosa que se me ocurre es que las botellas de refresco se fabriquen con formas de tortugas o delfines; igual así, en vez de verlas flotar de modo vil e inanimado, las veríamos «nadar de muertito». O hagámoslas en formas de lagartijas y mirémoslas «reptar» en la playa.
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