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Imagen © The Tree of Life

El cine girasol

Al querer comprar tu boleto para ver El árbol de la vida, la chica de la taquilla te previene: «Permítame advertirle que esta película no es común, es un tanto lenta, a muchos no les ha gustado y se han salido, y nos han reclamado. Por eso lo prevengo; es una película… filosófica. ¿Está seguro de que quiere entrar?».

¿Por qué anuncian que es una película «no común»? ¿Por qué a muchos no les ha gustado? El árbol de la vida es una película con preguntas, no con respuestas, una película sobre el misterio de nuestra existencia, sobre la compleja relación que tenemos con la autoridad, sobre el universo y el gran proyecto de Dios. Es un himno a la vida. Una parábola, una alabanza, un poema. Y es una película, una de las muy pocas –sólo puedo pensar en Luz silenciosa–, con un lenguaje puramente cinematográfico. La última película de Terrence Malick no necesita ningún adjetivo: El árbol de la vida es cine. Punto.

¿Por qué entonces mucha gente se ha desanimado y ha abandonado la sala? ¿Qué películas estamos acostumbrados a ver? ¿A qué vamos al cine? ¿Qué esperamos ver? Creo que estamos acostumbrados a ver lo que antes veíamos en el teatro y lo que antes leíamos en las novelas. En cierta forma, el cine suplantó –o trató de suplantar– a las novelas y al teatro. Vemos películas porque nos gusta que nos cuenten historias, porque nos gusta ver la vida representada, vemos películas porque nos gusta el chisme, los actores, las figuras, el movimiento de la cámara, porque a veces no encontramos nada mejor que hacer, porque nos seduce la edición, el montaje, la plasticidad de la imagen, porque, aún si la película es malísima, el cine nos entretiene, porque nos ensimismamos y nos enajenamos al mismo tiempo, porque nos asombra y nos deslumbra y nos fascina esa pantallota, esa oscuridad rematada por un pequeño halo de luz que crece y se posa sobre un fondo que a veces representa nuestros más profundos deseos. Nos gusta ver ese despliegue de luz y sentir el ritmo visual. Los instantes eternos, la fugacidad infinita. Contemplar una luz que baila, una luciérnaga que vuela hacia la Luna. Creemos en esa luz y nos gusta el sentimiento que se forma en nosotros al creer en ella. Un sentimiento, por cierto, muy distinto al de creer en la palabra, ya sea hablada, escrita o representada.

Si enlistamos todas estas razones de por qué nos gusta el cine y las priorizamos, lo común sería preferir la historia, los actores, el guión, y, si acaso, dejar hasta el final lo puramente cinematográfico. Por eso a muchos no les gustó esta película. Porque El árbol de la vida es cine, y muchos entran a una sala por todo menos por el cine.

El cine es luz. Otra película que está ahora en cartelera nos lo recuerda. En La invención de Hugo Cabret, el estudio de Georges Méliès está hecho con puros cristales: paredes y techos de vidrio. El cine nació en un estudio translúcido, casi transparente. Méliès sabía que hacer cine se trata de saber alumbrar y vislumbrar. Malick lo sabe también. «Luz de mi vida, te busco, mi esperanza», dice Mrs. O’Brien, la madre que pierde a su hijo y que cuestiona, cual Job, el Plan Divino. Si la vida se debate entre dos fuerzas, la gracia y la naturaleza, la duda y la fe, el cine es un combate entre la luz y la oscuridad. Por eso en todos los planos de El árbol de la vida está esa referencia puntual a la luz, porque el cine es el arte del movimiento de y hacia la luz. Esculpir en el tiempo, diría Tarkovski; esculpir en y con luz, esa es la gracia y la poética del cine, dice Terrence Malick –y Emmanuel Lubezki– en su estado más lúcido. El cine es una luciérnaga en medio de murciélagos, o un falso murciélago que quiere perseguir una luciérnaga. En Notre musique, Godard recuerda que «el principio del cine es ir hacia la luz y reflejarla en nuestra oscuridad». Esa es nuestra música.

Hace unos días, un amigo fotógrafo me dijo: «El espacio no es creado por límites físicos sino por la luz». El cine es una serie de fotografías, es un destello que busca el fulgor, luz que busca Luz. El árbol de la vida ilustra las complejas relaciones que tenemos con la autoridad: en la familia es el padre, en la vida es Dios (Gracia y Naturaleza), y en el cine es la luz. Los girasoles buscan siempre la luz. Fueron los primeros cinéfilos de la historia. El cinematógrafo es un girasol.
 


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La más reciente película de Martin Scorsese, La invención de Hugo Cabret, es la justificación de por qué el cine se ha ganado el título de «fábrica de sueños», y la mejor manera que tiene Scorsese de demostrarlo es con una clase esencial sobre la historia del cine: Georges Méliès, el padre de la ficción cinematográfica y director pionero en efectos especiales. Por eso mismo –por los efectos visuales – es importante mencionar que esta es una película hecha para verse en formato 3D, así podemos sentirnos un poco como la gente de la época de Méliès, creyendo que el tren de una de las primeras películas de los Lumière saldrá de la pantalla para venir a estrellarse con nosotros. Georges Méliès era muy hábil en la construcción de artefactos para realizar trucos e ilusiones ópticas –fue mago antes que cineasta. Esto le sirvió cuando decidió abrir un estudio de filmación; en sus películas utilizó técnicas como la superposición de negativos y la colorización de éstos a mano (ya que las películas de ese entonces eran en blanco y negro); el recorte de fotogramas para crear efectos especiales provocó un incremento en la variedad de historias que mostrar. Méliès logró hacer más de 500 proyectos fílmicos. Aún si no conoces mucho acerca de la historia cinematográfica, es posible que en algún lado hayas visto la imagen de la Luna con una bala-cohete incrustada en el ojo. Esta bizarra y popularizada imagen es de El viaje a la Luna (1902), la película que, inspirada en obras de Julio Verne y H. G. Wells, mandó a Méliès a la historia del cine por ser considerada la primera película de ciencia ficción. La invención de Hugo Cabret también se basa en un libro, la novela homónima de Brian Selznick. Ambas, libro y película, narran las aventuras de un niño huérfano de 12 años que vive en la estación de trenes de París: Hugo. A través de Hugo vamos conociendo a Méliès, un anciano que comparte –o compartió– el talento de elaborar complicados esquemas para construir artefactos, hacer juguetes que se mueven solos y poder entender con facilidad el alma de una máquina. En la película seguimos a Hugo por las entrañas de los relojes de la estación de trenes, nos deleitamos con los personajes que ve todos los días trabajando ahí, sufrimos con su triste pasado y vamos siguiendo un camino de pistas que nos llevan a descubrir la magia del cine. Hugo, Méliès y Scorsese son los ilusionistas que nos hipnotizan, nos impactan y nos emocionan. Las técnicas del cine han cambiado, pero el propósito de entretener sigue vivo. Y esa característica del cine, la del entretenimiento, se la debemos a Georges Méliès. A cada generación parece tocarle una transformación en la forma de hacer películas; el sonido, el technicolor, los efectos generados en computadoras y, ahora, el 3D. Esto nos lleva a pensar: ¿qué se le podría haber ocurrido a Méliès con la tecnología que tenemos actualmente? El cohete-bala probablemente habría ido directo a incrustarse en nuestras pupilas.  ...

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