Un elogio al negocio del melómano y la música como objeto.
A los primeros asesores musicales que tomé en cuenta los conocí en 1994, en un local que vendía casetes grabados en El Chopo. Al menos una vez al mes me presentaba frente al puesto de armazón metálico y esperaba junto a los adolescentes de cabello largo y ropa negra para alcanzar una posición cómoda y mirar las portadas a color. Lo atendían dos hermanos, y nadie en el tianguis colocaba tanto detalle para las copias como ellos. Una vez que lograbas llegar al mostrador, era cuestión de minutos para que alguno de los dos identificara quién eras y te dijera las novedades. En cuanto se aprendían tus gustos eran capaces de hacer recomendaciones bien colocadas. Yo en esa época escuchaba melodic black metal y por ese rumbo iban las sugerencias. Se tenía alrededor de medio minuto para escuchar una prueba del casete y decidir si te lo llevabas o no. Más de una vez la prueba del casete no convencía y ellos insistían con elogios que me lo llevara, que estaba bueno. Casi siempre agradecí la insistencia; entendía que los tipos querían vender pero, sobre todo, estaba su deseo por agradar, por la satisfacción de enterarse en la siguiente visita que su recomendación había gustado. Luego me mudé de género y empecé a aficionarme a otros locales del Chopo donde la oferta podía ir desde la electrónica bailable hasta las rarezas extranjeras; pero en ellos no encontré consejeros musicales del calibre de los primeros, acá eran mercaderes: podrían haber vendido cualquier otra cosa, la música era una casualidad.
Hace años entré a una tienda de vinilos y comencé a repasar las cajas donde las colecciones se dividían por género. Busqué en los soundtracks y encontré el de París, Texas producido por Ry Cooder. Me lo llevé a casa y esa tarde escuché el disco varias veces. Fue la primera de muchas visitas que hice a la tienda, repasando los estantes hasta aprender a codiciar cada una de sus maravillas. El dueño, Marcos Oliveira, siempre tenía alguna novedad para mostrarme: el disco despreciado por una generación para ser descubierto por la siguiente, el primer álbum de una banda que nada más conocían sus parientes, el material oculto de esa celebridad que ahora sólo graba cosas ruines. La tienda se llamaba Plan B, como el plan de vida que mantenemos bajo el agua en espera de que no se ahogue. Era una tienda de discos hecha para conversar, intercambiar ideas. Marcos generaba un ambiente de apertura para cualquier cosa que fuera buena música. Nunca he conocido a nadie con ese apetito por ampliar sus límites, con memoria y pasión, con esa capacidad de compartir.
Aún no vuelvo a comprar tanta música como ese año en el que recorrí decenas de puestos en la calle, arriesgándome por tan sólo ver una portada. Y el salto fue así, del casete al vinilo, con un largo intermedio dominado por el CD. Ahora entiendo que para mí era una continuación natural, inversa históricamente pero alineada en mi proceso de aficionado a la música. Mi inicio de coleccionista había estado ligado al siseo de la cinta, al chirrido del carrete, a un acompañamiento natural del ruido sobre el que andaba la música. Con el vinilo estaba esa voluptuosa fricción de la aguja sobre el disco, ese encuentro físico que liberaba las impresiones del surco. Al final, un acto mecánico como el de la cinta tensa en el grabador hacía que el sonido tuviera un sentido alejado de la pureza que no deseo, con las imperfecciones que el CD no posee.
El casete y el vinilo: Marcos y los hermanos del Chopo cumpliendo su plan B.
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