Le dije a María que sólo saldría a comprar tabaco, que para nada me iba a andar entreteniendo con el bullicio o el ajetreo de la avenida. Dos calles abajo de la cafetería Espíritu Santo, derechito al estanco de la señora Mercedes y ya. Me dijo que yo «iba por cigarros, no a pasear». Yo la entiendo, no me quería ver embobado con los edificios de la Gran Vía o sentado en una banca olvidada de Malasaña.
Llevábamos cinco años casados y estábamos en –lo que yo llamaría años después– una crisis de trama. Ese punto en el que tu historia no sabe qué hacer o, más bien, no sabes cómo continuarla dignamente. El principio fue llamativo: un encuentro fugaz en Reforma, las casualidades, una herencia familiar mutua, la boda totalmente etílica y, para ella, una beca de estudios en Madrid. Al mismo tiempo, conseguí una estancia de dos años –que se volvió indefinida– como curador en el Reina Sofía. En total, hace cinco años que vivíamos en un estudio de dos habitaciones en la calle Fuencarral. Para ese entonces, yo estaba estancado: un trabajo basado en la pobre interacción con un solo edificio y una esposa que mostraba mayor excitación por un doctorado que por las sábanas de su cama.
Antes de conocer a María, vivía para viajar. No me refiero solamente al clásico viaje a la montaña o el boleto de avión anual. A mí lo que me gustaba era no estar aquí y estar allá. Me fascinaba dar paseos por las calles, nada más. Caminar, observar y ser la ciudad; ir hacia adelante. Algo en el ejercicio de mover un pie tras otro me decía que todo iba bien, que la trama se podía hacer y deshacer. Luego cambié los paseos en Reforma por los recorridos eróticos sobre María.
Madrid está hecho para pasear, pero no me importaba, yo andaba por ahí sin ver, caminando pero no paseando. Era como si mi vista hubiera sido nublada por los labios de María. A eso me abocaba hasta que sus exámenes, sus bibliotecas y sus investigaciones le ganaron a sus ganas de ser recorrida. Entonces ahí estaba yo, inventándome un viaje de trabajo a Bilbao, alentando el paso en el Paseo del Prado y empezando a distinguir las cafeterías y librerías que, a mi parecer, brotaron un día antes de la nada. María se dio cuenta: notaba la lentitud de mi caminar por Fuencarral, se estremecía a escondidas cuando íbamos en pareja por Plaza Mayor y –eventualmente– no podía seguirme el paso, le inquietaba cuando le decía «andaba por ahí» y le extrañaba que pusiera una repentina atención al sonido de mis zapatos.
A pesar de mis intentos de paseo –de fuga–, todavía pensaba en transitar por la piel de María. Pero ahí estaba yo camino a la tabaquería («el estanco», como le dicen acá). Traté de no pasear y evité prestar atención al acordeonista de la esquina y los árboles incrustados en el pavimento. No me entretuve con el olor de la panadería o el escaparate de la tienda de litografías. No pasé por un café con leche ni contemplé los pósters de las paredes. Me fui de largo, toda la calle arriba hasta llegar al metro de Tribunal; vuelta a la derecha y unos Lucky Strike para liar. Mientras esperaba mi turno sucedió: el paseo, la observación y el encanto de ser parte de todo me había invadido. Podía oler la calefacción y el sudor del estanco, me percataba de la vitrina infestada de puros y filtros, la madera corroída, el hijo de la señora Mercedes tecleando sin parar en la caja registradora, las arrugas precoces de mi mano derecha, el olor a jamón y otra vez lo sentía todo. Ya no estaba con María en el apartamento, ya no era inmóvil. Estaba aquí, en otro lado, comprando tabaco, lejos del sofá. Salí precipitadamente del estanco, de mi trama pausada y trabada. Decidí pasear por el barrio de Malasaña y escuchar la suela de mis zapatos, sentir el solitario frío de un edificio en remodelación y ver la luz verde de una farmacia. Algo en el ir y venir de extraños me recordó que podía alejarme y flirtear con el vaivén de mi piernas, con mi menguante estabilidad. Existía la posibilidad de seguir mi trama en un proyecto de innumerables calles y callejones o continuar con el limitado cuerpo de María. Fue cuestión de impulsar mis piernas hacia adelante y seguir y nunca regresar.
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