Conocemos sólo a través de lo que ya está en nosotros: cuando Borges leyó sobre la estepa en Dostoievski, reconoció su pampa. Idéntico impulso explica que visitemos el fin del mundo: tras los balbuceos, resulta que lo hacemos para tropezar con algo que vagamente intuíamos en nosotros y cuya concreción verbal se nos escapaba; el descubrimiento consiste en apresar esa intuición en un bloque limitado de palabras luego de reconocernos en algo o alguien. Así como en los viajes, mientras leemos comprobamos cuánto hay de nosotros en la Antigua Grecia, cuánto de nosotros tributa en las tierras nórdicas, cuanto en alguna tradición de la que nos pensábamos completamente ajenos. Y sólo en la medida en que entendemos que lo visible lo es porque ya existe en nosotros es que, reflejados, percibimos nuestras líneas. De otra forma, un alma primera necesitaría de un alma segunda para conocerse, y ésta de otra más; si, en cambio, nuestro espíritu se refleja en cada una de las cosas que roban su atención, podemos seguir la pista de nosotros mismos.
Una biblioteca es, en tanto refleja las aficiones de su compilador, la cartografía de un alma particular. Los ríos que se deslizan por el centro de cada espíritu encuentran su correlación exacta en la selección bibliográfica. Nuestra filia por cada tomo, débase a las respiración de sus páginas o al sabor de su nombre, o la fobia que lo eligió como uno de nuestros enemigos dilectos, representa una parcela de lo que más profundamente somos. Tan salvajemente se relaciona la configuración de la biblioteca a nosotros que, en realidad, ha sido cada tomo el que nos ha encontrado: es una nota que nos habita y a la que estamos ligados desde siempre. Su sumatoria, la orquestación de esas notas –un singular constituido por singulares, un sistema de sistemas que se interrelaciona y se torna infinito en su incesante mutación–, será la edición que cuidadosa o descuidadamente, según seamos, dará testimonio de lo que fuimos: los mudos libros que contienen formas notables, de tal o cual suerte dispuestos en una biblioteca, compondrán otra forma nueva: la de nuestra vaguedad esencial.
Así como la biblioteca configura lo que tenemos de singular con respecto al todo, también menta lo que tenemos de humanos. Toda biblioteca trata sobre una colección de asombros que se vuelven contorno, arquetipos de algo: en tanto lo reconozcamos, nos perteneceremos. Participamos de la telaraña de sueños que ha gobernado a los hombres cuando en nuestra biblioteca hibernan un Homero o un Rulfo, un Montaigne o un De Quincey, cuando abrevamos de los limitados temas que nos han bastado siempre: la eternidad está englobada allí porque el resumen de todo lo que pueda ocurrir y sus ecos reverberan silenciosamente entre los tomos. Será en la biblioteca bañada por todas las épocas y estéticas donde veremos la constelación de los hombres y nos reconoceremos entre ellos. Si el Espíritu habita en cada cosa, como dicta el panteísmo, una biblioteca muestra el modo en que su compilador participa del Espíritu, y en la medida en que nos reconozcamos en el Espíritu, seremos el Espíritu; en tanto nos manifestemos en Virgilio, Virgilio será en nosotros.
Seductora, cada biblioteca lo es sutilmente porque promete la felicidad de ser otros y serlo en todas las épocas, y al tiempo la de ser radicalmente nosotros. En su condición de larva que eclosiona ante el roce de los ojos, sus tomos habitan la impiedad del silencio, tendiéndonos sigilosamente los recuerdos de la humanidad, su conversación del hombre que ya fue añejada por las lunas. Dormida en los estantes, tatuada con símbolos preciosos en cada una de sus mil y un caras, la biblioteca hiberna paciente hasta que nos miramos en alguno de sus mutables espejos: en ella definimos lo que nos es propio y encontramos también el legado de los nuestros: participamos así de la serena memoria de los muertos.
Juan Manuel Villalobos Alguien se lo tiene que decir Tumbona Ediciones, 2013 132 pp. Sugerir es el arte de sacrificar la literalidad en aras de que cierta s...
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