«Quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia es su esclavo», decía el escritor austriaco Karl Kraus. Escribir es como jugar scrabble: para ganar hay que entender que cada letra importa, que cada palabra cuenta. La palabra podrá tener una naturaleza quimérica, escribir podrá ser un juego de ilusiones, pero paradójicamente ese juego de ilusiones tiene repercusiones reales. Si las palabras nos cautivan, el duelo de la escritura consiste en salir bien librado de nuestra propia condena.
Solían existir palabras condenadas por ideologías, escritores para los cuales el verbo tenía un trasfondo político. Cuando los muros se derribaron y las bibliotecas se compartieron, los escritores buscaron nuevas condenas: inventar movimientos, adoptar generaciones, pertenecer a academias. Someter la palabra a un tiempo determinado, a un espacio establecido; hablar sobre este tema, seguir aquel canon. Cada día son más frecuentes los escritores ermitaños o huidizos que se libran de estas cargas, pero lo hacen inventándose unas nuevas: cargar con su discurso literario, respetar sus teorías, aferrarse a sus valores, condenarse con su propia lucidez. Atrapados en su devenir, los escritores, de menos, cargan con su obra: su lastre son sus propios libros.
Si en algo se distingue Álvaro Enrigue de los escritores mexicanos del momento es su falta de condena; la escritura de Enrigue se presume libre, carente de cualquier carga. Sus libros –por lo menos sus últimos tres– están escritos sin complejos. Para Enrigue da ya lo mismo si el escritor está o no condenado a cargar una o mil veces la misma piedra. Sin complejos no hay condena, y sin condena está sólo la más absoluta libertad.
Después de dos novelas, un libro de cuentos y dos libros disolutos –no amorfos, pero sí fragmentados en una sola sustancia desenfadadamente cabal–, Enrigue vuelve a escribir lo que podría ser su eterno primer libro. Sí, esta es la sexta vez que Álvaro Enrigue escribe su primer libro; ese es el peso de estar carente de condena, de estar falto de complejos. Su nuevo libro, Decencia, desconoce los mecanismos narrativos y las estructuras formales de, por ejemplo, Hipotermia o Vidas perpendiculares.
Enrigue sabe que no hay modelos para escribir historias:
Creo que cada historia pide una forma y un tipo de escritura y que lo único que te mantiene escribiendo es la curiosidad por encontrarla. El problema es que cuando un texto de ficción es verdaderamente imaginativo –a un nivel formal– implica su propio aprendizaje. La única manera de encontrar una forma refrescante de narrar es haciéndolo, y para hacerlo hay que aprender en el camino. Así que cada vez que escribes una novela, aprendes a escribir esa novela y nada más.
Vidas perpendiculares sólo sirvió para escribir Vidas perpendiculares; Enrigue no pudo aprovechar Hipotermia para escribir Decencia. Enrigue no se sirvió del Aristóteles Brumell de La muerte de un instalador para crear al Longinos Brumell Villaseñor de Decencia. Inclusive su propio linaje Villaseñor resulta insignificante a la hora de escribir. «Cada historia pide una forma y un tipo de escritura»: ningún libro nuevo se apoya en el anterior: la siempre eterna primera novela.
Decencia es una novela que explora el México postrevolucionario y prenarcotraficado mediante dos voces narrativas. En la primera, Longinos Brumell cuenta su vida de 1913 a 1973: su infancia de hacendado en Autlán, la recalada de los grupos revolucionarios, el traslado a Guadalajara («nos mudamos al siglo XX»), su intensa vida social en la ciudad de México y su resignado regreso a la vida lánguida y tediosa de la provincia tapatía.
La segunda historia narra en tercera persona el escape de una familia revolucionaria-comunista que, tras lanzar una bomba al consulado estadounidense, adquiere como daño colateral a don Longinos Brumell. Durante la huída, don Brumell –ya sea por una especie de Síndrome de Estocolmo tropicalizado o porque simplemente no tiene nada mejor qué hacer– se encariña con sus secuestradores y, haciendo un par de llamadas, soluciona la escapatoria e introduce a los secuestradores y a sí mismo en el siglo XXI: la indecente era del narcotráfico.
Esta segunda historia se enlaza con la primera en la última página del libro: «[…] hay que ponernos al día», le dice don Longinos a doña Juana, la madre secuestradora. «¿Usted sabe tomar dictado?», le pregunta. «Fui secretaria antes de lavar ajeno». «Vamos a tener tiempo de aquí a que vuelvan los muchachos», afirma don Longinos. Así, Longinos Brumell Villaseñor dicta la historia de sus días mientras un narrador en tercera persona interrumpe el relato con la historia del dictado. Las dos historias se entrelazan para construir una especie de road novel en el que el viaje dura 70 años. Decencia es un viaje a los rincones más indecentes de la identidad nacional: «mi vida representa todo lo que está mal en este país», le dice don Longinos a doña Juana.
La otra bisagra que conecta las dos historias es también el elemento más trascendente y significativo de la novela: el componente erótico: la Flaca Osorio. La novela depende de la relación de Longinos con la Flaca Osorio. Por ella, Longinos se coloca en la estratosfera social de la ciudad de México, conoce amigos influyentes y, por lo mismo, se convierte en uno de los personajes más poderosos del país. La Flaca Osorio hilvana la distribución de poder en el siglo XX mexicano.
Inclusive es sin ella, sin la Flaca Osorio –cuando en un acto de supuesta decencia Longinos la abandona y se convierte en el pendejo más respetado de México– que la novela avanza. En Decencia el protagonista se define también por negación; la posibilidad omitida o perdida es la que define y salva a Longinos Brumell. El futuro de Longinos con la Flaca Osorio se canceló, pero esa historia no ocurrida siguió significando algo. Las repercusiones reales de las ilusiones. Historias que no ocurrieron; historias potenciales (similares a Vidas perpendiculares). En uno de los mejores pasajes de la novela, Longinos Brumell recuerda su glorioso y trepidante pasado: el Longinos que tuvo el desatino de morir de tedio dejando una herencia emocional tan cuantiosa que le sobrevive y hostiga al Longinos actual: el pasado glorioso que aparece para compararse con la miseria presente: el fantasma que todavía se aparece entre sus piernas.
Decencia juega con el tiempo y sus repercusiones. Nuevamente, la obsesión de Enrigue por el tiempo. La verdadera sustancia de la novela es el tiempo, diría Enrigue; fragmentar el tiempo para producir ciertos hallazgos. Si durante un viaje de unos días se cuenta una historia de siete décadas, ¿cuánto dura el viaje: unos días o siete décadas? La sustancia, siempre, es el tiempo y, por lo mismo, el ritmo, las pausas; el tiempo entre una y otra historia: el montaje. Y quien hace el montaje, quien juega con el tiempo, quien está detrás de la sala de edición es un enunciador –¿direlo?– falto de contención. El enunciador de Decencia es a veces demasiado carismático, a veces evidentemente desparpajado.
La prosa de Enrigue es como la nariz redonda y respingada de la Flaca Osorio: toda carácter. Pero es por la fuerza de este mismo carácter que Enrigue descuida de ejercer, como él mismo lo sugiere, la infamia con mesura. Ante un enunciador desbocado, la narración se merma.
Sin embargo, aún con el narrador subyugado, Decencia –como Vidas perpendiculares e Hipotermia– termina encantando. Nabokov decía que un buen escritor debía combinar tres facetas: la de narrador, la de maestro y la de encantador. Las narraciones de Enrigue podrán tener la falla de un enunciador falto de contención, sus lecciones como maestro podrán ser simplistas y poco edificantes, pero el encanto de los textos de Enrigue resulta incuestionable.
Enrigue encanta por su voz, por sus imágenes, sus esquemas, los olores de sus adjetivos, por un estilo elegante pero sin presunciones, por ese torrente de imaginación sensual. Por ejemplo, todas esas conciliaciones de contrarios que aparecen en Decencia: «ternura feroz», «candidez de niño santo», «astronauta ranchero», «lo siguieron encantados de resignación». La asociación de entidades distantes, el diálogo con palabras disidentes; contradicción y reconciliación en una sola frase, ese es el duelo con el lenguaje.
El orgullo de ser un escritor antes que un novelista o un cuentista y la libertad para escribir sin condenas ni complejos ha llevado a Enrigue a entender que la escritura es, como lo querría Octavio Paz, el producto de una práctica y no la consecuencia de un sistema. Escribir no es un asunto de principios, sino de resultados. Toda escritura comienza desde cero: escribir siempre el eterno primer libro.
En El arte de la literatura y el sentido común, Nabokov afirma que «cualquiera cuya mente es lo bastante orgullosa como para no formarse en la disciplina lleva oculta, secreta, una bomba en el fondo del cerebro». Aun sin estar ante su mejor libro, la escritura de Álvaro Enrigue es esa bomba: un tiro en la nuca, una nobleza en la boca, o, lo que es lo mismo, el escalofrío en el espinazo.
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