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A ciegas

Siempre soy un invitado al cine. Sé que vamos un día a cierta hora, pero no sé nada más. Nunca selecciono la película, nunca sé que voy a ver: voy porque respondo a una invitación, a una especie de blind date. (Hay algunas películas muy esperadas y famosas; de esas por supuesto que sé algo antes, pero son casos raros.)

Tampoco me interesa leer reseñas antes ni necesito conocer al director: creo que le agrega mucha emoción ir descubriendo todo mientras sucede en la oscuridad. Si los créditos salen hasta el final, como es común ahora, la sensación se multiplica.

Me parece extrañísimo documentarse antes de ir al cine, conocer los puntos de vista que se contraponen, saber cuánto costó el rodaje, si es la primera película que usa no-sé-qué-tencología. Todo eso yo nunca lo haría, creo que diluye la experiencia dentro de la sala. Después de verla, es posible que investigue o quiera leer algo, pero casi nunca lo hago.

A las librerías o bibliotecas uno puede entrar vagamente, sin grandes ánimos, y recorrer los volúmenes a ver cuál nos llama… o podemos ir con una lista en la mente y dedicarnos ávidamente a encontrar esos títulos. Al cine yo prefiero ir desprovisto de todo, sin cosas en los bolsillos, sin conocimientos previos. Al cine y a las librerías podemos ir con la mente en blanco; a un viaje tal vez no.

A veces creo que cuanto más sabemos de cine menos lo disfrutamos. Cuando el espectador deja de ser sólo un espectador —y todo lo sabe y todo lo piensa—, comienza a ver las películas desde un lugar distante, y así cualquier cosa se aprecia de manera distinta. (Nunca he podido apreciar Sada y el bombón como un lector más, por ejemplo, así que encontrarme de sorpresa con una revista nueva de la que no sé nada —o con una película— me causa una alegría relajada y desenfadada.)

Saber poco sobre algo también implica un acercamiento con los sentidos mucho más receptivos. Si voy mañana al cine a ver una nueva película mexicana, la veré de manera muy distinta a como la vería mi doble australiano o uruguayo, simplemente porque estoy dentro del contexto en que la película sucede y se presenta. Este cambio geográfico hace toda la diferencia porque podemos ser más críticos —incluso sin desearlo. Y creo que pasa lo mismo con los actores, directores, productores, guionistas: saber poco de ellos te lleva a conocerlos más profundamente durante la proyección de sus películas, sacar propias conclusiones, quererlos —o no— de manera espontánea.

Me emociona mucho estar sentado ahí, en la sala del cine, esos segundos antes de que inicie la proyección misteriosa. ¿Me gustará lo que voy a ver? ¿Será este momento previo uno que recordaré durante muchos años porque habrá un antes y un después de esa película? ¿Se escribió la historia hace tres años, cincuenta, quinientos? ¿Cuántos meses pasó el libreto en una oficina anónima, cuántos cientos de miles de horas-hombre están condensadas en los siguientes 120 minutos que estoy a punto de ver? ¿Cuántos años desde la primera idea hasta este momento? Es una emoción tan exquisita y lujosa: soy el destinatario final de algo que no sé qué es, de una obra de la creación humana.

 


Este artículo apareció en el suplemento especial de otoño 2014, El cine, dentro de la edición 24 de Sada y el bombón.


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