Me gustaría «salir» (así, entrecomillado) con alguien que no sepa absolutamente nada de Woody Allen. Que no haya visto ninguna de sus películas. Que diga que le «suena», que ha escuchado que la gente –sus papás, algunas de sus amigas– hablan de él, pero que nunca ha visto, leído o escuchado nada directamente de él. «No, ni siquiera lo he googleado».
Me encantaría «estar» con alguien que no lo conozca. Hablarle, reírnos, rentar una película de Woody cada semana. Y mostrársela. Verla viendo las películas. Manhattan, Annie Hall, El dormilón, Zelig, las cuarenta y tantas películas de Woody Allen en su reflejo. Sería encantador, estoy seguro.
Yo no vería las películas, claro está: la vería a ella. Woody Allen de chanfle. La ficción ocurriendo en ella. Fascinarme en la fascinación, encantarme en el encantado. Creo que me sentiría como Mia Farrow en La Rosa púrpura del Cairo. Ella: mi pantalla.
¿Cómo reaccionaría? ¿Cómo se emocionaría? ¿Cómo sería el gesto justo antes de la carcajada? ¿Lloraría? ¿Cómo serían sus parpadeos? ¿Qué diría después de ver Crimes and Misdemeanors?
El mito del buen salvaje se ha aplicado de forma seria y severa: el bárbaro americano que responde a la civilización europea, el recluso que escucha por vez primera a Mozart, el silvestre que se encuentra con una corbata. Vendría bien un poco de gracia (y arriba y arriba).
Woody Allen tiene, creo, 41 películas. Alvy Singer –el Woody Allen de Annie Hall– dice que una relación tiene que moverse siempre para delante, igual que como se mueve un tiburón; si no va para delante, se muere. Ella y yo tendríamos 41 películas que se verían por primera vez. Ella en la pantalla; yo en ella. Un tiburón en 41 mares, eso sí que es, para decirlo en palabras de Alvy, perversidad polifórmica.
Entre una película y otra, la invitaría a woodyalizar: cocinar langostas, caminar en la lluvia, hacernos falsas ilusiones (sic), sentarse en una banca y discutir hasta el amanecer, burlarse de los académicos, simular una conversación con dios, hablar sobre la suerte, sobre la muerte y, por supuesto, sobre el sexo, mencionar por ahí la palabra destino, imaginarnos en el París de Gertrude Stein, coquetearnos, ver todo Bergman y todo Fellini. Y así.
En el 2021 o 2022 Woody se moriría. Y ella y yo nos quedaríamos con un tiburón muerto. Y cada uno vería al otro avanzar a donde avanza Annie Hall, a la costa donde se pone el sol.
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