La palabra «humor» es como las palabras «poesía» o «gracia»: palabras tornadizas, caprichosas, esquivas. «No hay un ahí en el ahí», escribió Gertrude Stein sobre la poesía. El humor funciona igual: si explicas un chiste, se va (el chiste).
Pero a veces no. A veces la explicación del humor genera más humor. Así de veleidoso e iconoclasta –y humano– es este sentido. Aquí, por ejemplo, Bob Mankoff, el editor de los cartones del New Yorker, habla sobre cómo se diseña el humor. Y lo hace con el mismo tipo de humor que intenta develar.
Bob Mankoff dice que en algo humorístico siempre hay un sentimiento de peligro, algo que está a punto de ser violado. No existe, pues, el humor benigno. En toda sonrisa hay una víctima. Digo esto porque los cartones de Ros se presentan como cartones de humor blanco, ilustraciones que no buscan la burla maleva. Por supuesto, si comparamos a Ros con un cartonista político mexicano, entonces su humor no es ni siquiera blanco, sino casi traslúcido. Pero si observamos sus cartones con una atención medianamente inteligente, entonces veremos que su humor sí tiene una víctima, y una infinitamente más grande y real que el político en turno: uno mismo.
El buen humor –el agudo y certero, el que permanece después de la risa, el que tiempo después sigue provocando una que otra mueca o sonrisa– es siempre autorreflexivo. El humor inteligente funciona como un espejo: provoca que nos burlemos de nosotros mismos. Por lo menos eso es lo que pasa con los cartones de Ros. Con trazos finos, composiciones elegantes y observaciones sutiles sobre la vida cotidiana, sus cartones son espejos y fuentes en los que nuestro sentido del humor se reconoce y se sobrepasa, simultáneamente. Pero de forma leve y tenue.
«No es humor de carcajada –dice Ros–, yo me conformo con que el lector sonría». En sus cartones hay dos personajes que se repiten con cierta frecuencia: el oficinista y el náufrago. Esos dos mundos, la oficina y la isla desierta, son completamente opuestos, pero Ros utiliza en ambos el mismo tipo de humor, cotidiano y absurdo. «En mis cartones hay escenas muy extremas o muy extrañas: cómicas, pero que pueden suceder casi en cualquier lugar». Son enfrentamientos entre dos personas solas. «Escenas cotidianas forzadas; en una mesa de restaurante, por ejemplo, se dicen cosas tremendas: se piden matrimonios, se anuncian hijos, se deciden familias, cosas así».
Seguidores de este tipo de humor cotidiano, acá en la revista recibimos con una muy bien delineada sonrisa Bajar la guardia, un libro con 180 cartones de Ros que Tumbona Ediciones acaba de publicar. Y con este pretexto hablamos con Ros para preguntarle algunas cosas:
En México es muy común el cartón con ideas políticas y trazos barrocos, no el cartón, digamos, anglosajón o newyorkerino: de trazo fino y humor cotidiano. ¿Cómo llegaste a este tipo de humor?
De chico mi padre tenía un libro de un cartonista que era muy famoso: Saul Steinberg, un rumano que se nacionalizó gringo después de la guerra y que para mí sigue siendo el mejor cartonista de esta escuela. Ese libro para mí fue muy especial. De chico mis padres me regalaron unas plumas y me dediqué a redibujar ese libro. Desde entonces tengo esa afición a este tipo de cartón, el tipo de humor gringo o europeo de la revista New Yorker.
Los gringos lo llaman el gag cartoon. Es un cartón apolítico que al no ser coyuntural, es atemporal. Un mismo cartón lo puedes ver en cinco años y debería funcionar de la misma manera.
¿Cómo es el proceso de elaboración de un cartón?
Cuando empecé a dedicarme con regularidad a publicar cartones de humor, me sorprendía que no me llegara con más facilidad la idea. Yo pensé que con el tiempo el trabajo sería más fluido, pero nunca pasó. Y sigue sin pasar, por desgracia. Lo que hay que hacer es sentarse en un restirador y trabajar, ponerse con una hoja blanca y empezar a dibujar y a divagar.
Encuentro que mis cartones vienen de dos modos: una es imaginándome una escena que a lo mejor he visto y quisiera divagar por ahí; dos personas en alguna situación que es un poco extrema, por ejemplo. El otro modo es simplemente dibujando. Muchas veces pienso que me gustaría dibujar un barco, por decir algo, o unos piratas, o una tormenta, y entonces parto de ahí y a ver qué pasa. Ya de ahí una cosa empuja a otra, y el cartón se empieza a transformar. Siempre que empiezo con una idea, termino con otra muy distinta.
¿Cuántos cartones hay detrás del cartón que publicas, digamos, en el Huffington Post? ¿Cuánto humor malogrado está en tu basura?
Fácilmente suelo desechar la mitad. Y a lo mejor, de la otra mitad que pensé que sí funcionaría, se cae algún otro cartón.
Cada cartón pasa por un proceso relativamente largo. Hago dos dibujos del mismo cartón, en uno de ellos trabajo las proporciones, lo hago un poco más grande, y después hago un dibujo muy simple ya en el papel final. En el proceso hay muchos cambios, y ahí aprovecho para cambiar la postura de un personaje o trabajar el texto o cosas así.
¿Por qué sientes tanta simpatía hacia los oficinistas y los burócratas?
No sé. No es mi mundo, aunque ahora soy burócrata y sí he pasado tiempo en oficinas, aunque no tanto. La oficina es un universo donde ocurren muchas cosas; es muy fácil encontrar escenas extremas que se dan en ese pequeño espacio en el que tiene que convivir la gente. A veces se dicen cosas brutales; grandes amistades, grandes desencuentros. En fin, es además un mundo muy común para el lector de los periódicos o las revistas. Yo creo que muchos lectores deben sentirse de alguna manera identificados.
¿En las fiestas o reuniones te piden que cuentes chistes?
No, yo no soy de estar contando chistes. Soy una persona bastante tímida, introvertida. Soy como mis cartones, que los encuentro trabajándole.
¿Se puede educar el sentido del humor?
Es difícil… No sé… Probablemente algo. El humor es más bien un estado: hay que estar receptivo, despierto a esto. Aquí en mi estudio tengo muchos libros, por ejemplo. La lectura y la inquietud por conocer otras cosas despierta el humor. Es un estado y también cierta inquietud.
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