¿Cómo funciona una biblioteca pública? ¿Cómo se conforma, cómo respira, cómo vive? La biblioteca pública, nos dice María José Vázquez de la Mora, está idealizada; es muy distinto pensarla que vivirla. María José trabajó algunos años dentro de una biblioteca pública. No era bibliotecaria, simplemente su oficina estaba dentro de una biblioteca; era al mismo tiempo familiar y extraña. María José tiene así una visión única: no habla desde la subjetividad del bibliotecario, pero tampoco desde la objetividad del visitante.
¿Cómo fue trabajar en una biblioteca pública?
No trabajé exactamente en una biblioteca pública, pero mí oficina estaba ahí adentro; durante más de dos años tuve que atravesar una biblioteca para llegar a mi oficina. Si hacía frío y quería un café (aunque no tenía que hacer frío para quererlo), tenía que esconderlo, caminar rápido y además lidiar con el cargo de conciencia que implicaba romper la ley del espacio formal e higiénico que enmarcaba mi escritorio. Cuando la tarde caía, ya sabía entre qué estantes se besarían furtivamente parejas vestidas de blanco (la biblioteca estaba muy frecuentada por estudiantes de enfermería). Si queríamos escuchar música, había que hacerlo bajito, y si queríamos hablar apasionadamente por teléfono, la cosa se ponía más complicada. Era un espacio sagrado.
¿Cambió el concepto que tenías de una biblioteca?
Sí, bastante. Era un muy buen marco para trabajar, pero no es lo mismo pensarla que vivirla. La idea que se tiene comúnmente es la de un espacio casi idílico, al que acuden pensadores y escritores con sacos de pana y parches en los codos a revolver libreros hasta que encuentran esa primera copia de Paz, ese libro de poesía, ese ensayo revelador. Y sí, de repente hay algo así, pero la realidad es muy distinta.
¿Cómo es la realidad?
Todos los días la biblioteca se llenaba. Abundaban los estudiantes con calculadora, los que sólo iban a leer el periódico gratis, los que iban a tomar clase de japonés, los que iban a besarse, los que se quedaban dormidos. Estaban los perdidos, los que querían y nunca lograrían (oh piratería) fotocopiar libros, los que se metían por error. Los que iban por primera y última vez, los que no podían entender que yo no supiera dónde estaban los libros de química (o que no fuera bibliotecaria), las chicas guapas que buscaban un buen lugar para hacer la tarea, y los chicos que iban a buscar a las chicas guapas. Mis favoritos eran los usuarios-espera: iban por lo menos tres veces a la semana, ocupaban (salvo muy discutidas ocasiones) el mismo sillón y esperaban… a que empezara una película, que salieran sus hijos de clase, que pasara el amor de su vida… nunca lo supe. A veces ojeaban una revista, a veces hasta leían un par de páginas de un libro, pero en realidad sólo estaban de paso. La biblioteca era para ellos una especie de estación de tren.
¿Cómo fue ese proceso entre pensar y vivir una biblioteca?
Tanto convivir con (o en) una biblioteca rompe ese misticismo sagrado que estamos acostumbrados a darle a los lugares que hacen que hablemos bajito y que además tienen esos objetos cada vez más inalcanzables: los libros. Dos años después ya le conocía todos los defectos, sabía dónde esconderme para hablar por celular y hasta me convertí en una experta en el sutil arte de modular el volumen de la música dependiendo del gesto de los usuarios, lectores y bibliotecarios que pasaban por ahí. Dejó de parecerme un lugar serio y se volvió un espacio juguetón y vivo. Sí, generalmente no había sabios o poetas mas que cuando los invitaban, pero estaba llena. Todos los días, llena.
Tu oficina ya no está ahí, ¿extrañas «tu» biblioteca?
Sí, ya no trabajo ahí. No más remordimiento por el ruido, el café, la música, el constante sonar del teléfono. Todo eso está muy bien, pero a veces la extraño… ese bullir tranquilo ya era parte de mi ruido de fondo. Mi biblioteca no era para nada la ideal, dista mucho de ser la Vasconcelos, pero estaba viva. Con sus conflictos, sus rincones apasionados, sus goteras y el frío, era de todos los que íbamos. Y es que la realidad biblioteca no es ni de cerca la imaginada, pero tampoco es que esté mal. Tenemos que dejar de idealizarla, a ella y a sus lectores. Hay que quitarle formalidad a esas ganas de acercarse a un libro, o a una revista, o a la chica que lee esa revista. Y es que sólo así se puede pasar de visitarla a construirla, que es a fin de cuentas lo que realmente importa.
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