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Proyectos potenciales e inacabados

Crezco intuyendo, de la misma forma que busco, ordeno y construyo una biblioteca.

 

Una biblioteca es un ejercicio de geografía

Mi primer trabajo fue en una biblioteca. Aprendí la técnica desusada de predeterminar criterios para la búsqueda de información gracias a los rudimentos de las tarjetas bibliográficas de un inmenso fichero de madera, que atesoraba los datos de autor, título, editorial, índice temático y clasificación para los treinta mil volúmenes ahí contenidos.

En la era pre Google, había que pensar si el tema «fuga de cerebros» lo buscabas como tema de Sociología o Neurología, sencillamente porque las áreas del conocimiento eran secciones distintas dentro de la biblioteca. No es lo mismo ir a buscar un libro en el librero 1 que en el 56. No puedes cometer esos errores cuando localizas por fin un estante, usas la escalerita para treparte, apenas alcanzas el empolvado libro y, cuando por fin ves el índice temático, decides que mejor no, que la fuga de cerebros es la que a ti te acaba de pasar, porque ese libro habla de cerebros demediados.

Las bibliotecas son una experiencia espacial. La organización de los temas, de los autores, de sus filias y fobias es un asunto de geografía, aunque ésta se contenga en tres metros cuadrados. Aunque se tengan sólo cincuenta libros por acomodar.

Erigir una biblioteca implica tomar decisiones de orden y posicionamiento. ¿Colocas primero los libros de referencia o los colocas al último? ¿Divides por género o por autor tus libros de literatura que contienen ficción, poesía, teatro? ¿En tu sección de narrativa universal, que no separas por país, pones adyacentes a Baricco con Bernhard aunque sean de siglos disímbolos? ¿Se merecen ir juntos Bolaño y Benedetti? ¿Colocas primero Temporada en el Infierno de Rimbaud o sus Obras completas? ¿Dejas a medias un estante y comienzas hasta el siguiente para marcar la diferencia entre teatro y narrativa?

Decisiones infinitas en espacios finitos.
 

Los libros no son sagrados a priori, las bibliotecas tampoco

Una anécdota solita podría explicarlo todo (creo): un día, por razones condominales, entré a la casa de los vecinos. Me pasaron a su estudio para explicarme unos documentos y fue inevitable apreciar que en esa habitación había un solo objeto: un estéreo muy noventas, grandotote, pero que tenía en la parte de arriba, en un atril de madera labrada, un Quijote abierto a la mitad. Fue el único libro que vi en toda la casa. La novela que inventó la novela tratada como si fuese la Biblia.

Porque vamos diciendo de una vez que Biblias sí he visto muchas, a la entrada de las casas, abiertas, mostrando a los visitantes que ese libro es sagrado para sus habitantes. Y yo sigo sin entender por qué habría de tener la función de escaparate uno de los objetos que se supone que tan íntimamente rigen la conducta. Yo no creo que por tener el Quijote en un atril mis vecinos sean ni más ni menos cultos, como tampoco creo que las familias que tienen Biblias abiertas en las salas de sus casas son más o menos piadosas que otras que no las tienen.

Los libros inmanentemente no traen sabiduría ni te hacen más o menos bueno. Por más libros de gran formato que tengas en tu mesita de café, éstos no te hacen más conocedor del mundo visto en avioneta ni te hacen más defensor de los grupos étnicos en África. Conozco personas que compran libros de Taschen de la misma manera que quieren que se vea el Lacoste de su camiseta o el Polo en la ídem. Pero la diferencia es que todo el mundo ve un libro y por ser libro ya creen que Carlitos debe ser muy culto, que qué excelente persona es aquella que privilegia los libros. Y son esas mismas personas las que creen que un cartel con Anahí diciendo «Lee» le va a hacer un gran beneficio a los adolescentes mexicanos que nunca leen. Portar un libro, tenerlo en tu casa, o tener cien mil libros no te hacen, por ósmosis, más letrado.

Como dirían mis amigos: si lees se nota; pero ojo, #enti.
 

Los libros y los niños

Hay escuelas que creen que deben tener bibliotecas porque así los papás van a pensar «esta escuela sí fomenta la lectura, hay que inscribir aquí a nuestro hijo», y resulta que en sus estantes sólo pulula Julio Verne en ediciones de treinta pesos y El retrato de Dorian Grey en ediciones Fontamara; el Mío Cid, el Ramayana y Gargantúa y Pantagruel en resúmenes de veinte páginas. Leer un resumen no es leer un libro; leer Las joyas de la literatura universal no tiene sentido si no hay un contexto y, para mejor clave, si la biblioteca de la escuela de su hijo tiene una edición de franquicia de Disney o de Barbie, no les interesa su hijo. Sáquelo de ahí.

He recorrido todas las librerías de nuestra ciudad desde hace tiempo. He visto ir y venir a muchas y desde hace tres años he estado embarcada en decidir cómo armar una biblioteca sencilla y honesta para mi hijo Pedro, cuyos libros han ido evolucionando con él. La mayoría de las librerías parten de la premisa de que los niños son tontos o que se necesita sobrestimularlos para que les gusten los libros.

Los libros, para ser interesantes, deben ser relevantes para sus lectores. Eso no significa que tengan peluche por fuera, ni que deban tener pitidos. Tampoco significa que deban tratarse a fuerza de vampiros si son para adolescentes, ni que tengan que tener un dinosaurio como personaje. Aunque no sepan leer, los niños deben gozar palabras y no estímulos, o, en todo caso, entender que el estímulo es la palabra. El goce del libro estriba en el acto de abrir un objeto con hojas bidimensionales que con cariño te acerca por unos minutos a papás y no un objeto que casi suplanta a una nanny porque lo mantiene embobado y fuera de tu atención durante los quince minutos de canciones y brillitos que le ponen.
 

A modo de epílogo

Las bibliotecas son sólo aptas para fetichistas. Son siempre proyectos potenciales e inacabados. Recién leo que Ángeles Mastretta no tiene biblioteca y que deja que sus libros crezcan por ahí, en los rincones. En una de esas, sigo su ejemplo, y así dejo de escuchar la famosa pregunta: «¿y ya los leíste todos?».
 


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