A Julieta no le gustaba leer. Con la paleta en la boca decía que le quitaba mucho tiempo y que siempre terminaba más afligida que tranquila, que después de un rato se le dormía el cuello y sentía las piernas de gelatina. Las pocas veces que la encontré leyendo en el viejo futón, acostumbraba cambiar de posición cada diez hojas: acostada con el brazo derecho extendido, boca abajo con el libro en el piso de madera, medio dormida y con el cachete embarrado en la página derecha mientras leía la izquierda, y así se iba. Cualquiera que fuera su posición, siempre mantenía un contacto casi religioso con el papel y la tinta. Parecía que le interesaba más descubrir las costuras del lomo que las metáforas y sinécdoques de la prosa poética. Aún así, me empeñé a incitarla en la lectura cada que podía: si íbamos al cine, trataba de siempre escoger una película danesa con subtítulos obligados; solamente asistíamos a cócteles de presentaciones de libros, y, mientras dormía, estratégicamente le colocaba el periódico entre las sábanas turcas.
Los días en que mi insistencia se volvía discusión, ella, coqueteando, decía que «los bombones no leen, les leen». Por eso, y tantas otras cosas que se me olvidaron ya, dudé cuando un amigo, en un bar donde no podía verle la cara, me dijo que dos o tres veces se la había encontrado saliendo de la biblioteca local. Me contó que, extrañamente, Julieta se empeñaba en agarrar cuatro o diez libros a la vez y los acariciaba de una manera que, posiblemente, esté prohibida de hacer en público. Quizás, la amplificación del placer que yo presencié las pocas veces que agarró un libro.
Me la imaginé deslizando su dedo índice por cada oración, bajando y haciendo una pausa cada cambio de párrafo. Si quería una sensación de escalofríos, agarraba a Allan Poe; si prefería un clima cálido, entonces se iba con Vargas Llosa; cuando quería experimentar, lo hacía con Woolf; unas copitas con Hemingway, y así con todos los demás. Luego me la imaginé con Borges y Cortázar: saltándose capítulos e inventando los patrones de la seducción, revolcándose con el surrealismo, gozando con las palabras inventadas y los juegos literarios. Construí a Julieta escondida entre las estanterías de la biblioteca, disfrutando sus risitas con los argentinos, y, ahí sí, ya no la quise volver a ver.
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