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Imagen © Óscar Rieveling

Leer casi lo mismo

Seguimos con la serie «¿Cómo leo? –Las lecturas y sus lectores». En esta segunda entrega, Jacobo Zanella escribe sobre su obsesión por los diccionarios, la biblioteca, la selección de temas, la edición física y las traducciones.

 
No soy un lector tradicional: generalmente no leo novelas ni cuentos. Aunque cada vez leo más ficción, me emocionan más las experiencias reales que las hipotéticas; mucho más la idiosincrasia que la imaginación. Llevo un tiempo pensando que soy más una especie de bibliotecario que un lector; ir a una biblioteca a hacer una consulta, a sentirse rodeado de libros, a oler la biblioteca o a sentir algo de paz: yo quisiera sentir eso en mi propia casa en algún momento.

Vivo solo: leo sin prisa durante las mañanas infinitas de sábados y domingos. Mis hábitos de lectura son erráticos: de repente leo todo un tomo ininterrumpidamente durante cinco horas, y al día siguiente hago seis lecturas incompletas de seis distintos libros o revistas, haciendo breves siestas de vez en cuando. A veces leo al azar, en páginas al azar, y a veces soy extremadamente metódico.

No tengo referencias académicas ni familiares, así que mi acercamiento a los temas ha sido accidental, y así me gusta. Leo libros mencionados por libros o por autores que he disfrutado. Así termino leyendo de temas que de otra forma no hubiera descubierto, como Antropología del paisaje, del filósofo japonés Tetsuro Watsuji –uno de mis libros favoritos. Leo ávidamente los libros que me regalan amigos, pues sé que han hecho una selección para mí: Eduardo me obsequió Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas –un libro al que yo nunca habría llegado, y que disfruté mucho–, y Jorge me introdujo al pensamiento de Nicolás Grimaldi.

Me gusta entrar en las librerías y explorar secciones exhaustivamente, no toda la librería. Siempre voy primero a la sección de consulta, a ver si venden algo de la editorial Trea o a ver qué hay que no conozca: alucino con los diccionarios raros y obsesivos, y tengo una pequeña colección de ellos. (Más de una vez he imaginado que de viejo tendré una biblioteca sólo de diccionarios, de todo tipo.) Compro lo que me llama la atención y no hago mucho caso de las mesas de novedades y especiales –sobre todo porque, al menos en las librerías de aquí, están plagadas de narrativa.

En una época compraba libros por sus formatos y sus ediciones: sentía un vacío al darme cuenta que existían tamaños de libros que no tenía en casa. Aprecio mucho los formatos que se leen fácilmente, libros que están hechos para el lector. Así leí sobre temas que no me atraían pero que llegaron a interesarme por su edición, como aquel librito de ensayos Buscando imágenes para Europa, de color café, que durante mucho tiempo representó lo que era un libro para mí. Por otro lado, no tolero los libros que exageran con el formato o los colores, cuya forma tiene más importancia que el contenido, que no se pueden abrir o cerrar bien, que usan papeles inadecuados o acabados innecesarios. Me rehuso a leer un libro que no me guste en mis manos (como algunos de Almadía), o que tenga un diseño mediocre o descuidado: prefiero esperarme hasta encontrar una edición que me haga sentido.

También he tenido mi fase de comprador de libros usados: bibliotecas desmanteladas en Estados Unidos publicaban la lista completa de todos sus títulos, y los vendían en 99 centavos (con un envío de 9 dólares a México), y yo seleccionaba más por título que por autor –imaginen Yanoáma, The Narrative of a White Girl Kidnapped by Amazonian Indians, de Ettore Biocca. Los libros generalmente estaban perfectos, aunque algunos tenían anotaciones de lectores que me embelesaban; tenían también por supuesto la ficha de registro de entrada y salida de la biblioteca en las primeras o últimas páginas, y eso contaba otra historia completa. Leer los mismos renglones que alguien ya ha leído es un placer distinto que ser el primer lector.

No me gusta comprar libros con fotografías en la portada (aunque con Anagrama hay que ceder mucho). Creo en la voz de la portada y el nombre de un libro –así como creo en la voz que transmite una etiqueta de aceite o de vino pegada en su botella. Los libros que he comprado sólo por la portada –desconociendo totalmente el título o el autor– son caprichos formales que me han llevado a interesantes descubrimientos. La editorial Penguin crea libros que son la combinación perfecta entre economía, diseño y construcción: libros dignos y nobles. Y eso siempre se lee muy bien.

Leo mucho en inglés, porque en inglés se publican temas que me parecen muy atractivos, y que nunca se publicarían en español, porque al parecer, según los expertos editoriales, esos temas no tienen demanda acá. (Lo mismo con el Internet: la capacidad de producción web en inglés en el mundo es superior a otros idiomas, sobre todo en calidad y temas.)

Una de mis últimas obsesiones es la traducción. Inició con la lectura de Decir casi lo mismo, de Umberto Eco. Si me gustó un libro en español y el original es en inglés, trato de conseguirlo y leerlo luego en inglés. A veces hasta comparo algunos párrafos, sólo por ocioso. Es un placer leer en la lengua original y comprobar la pobreza de la traducción. Incluso las mejores traducciones se quedan sólo en buenos textos. (Los idiomas tienen métricas y ritmos naturales que el autor conoce muy bien, y hace uso de ellos –¿inconscientemente?–, dando un tono, un color al texto; ¿cómo se supone que una traducción o un traductor traduzca eso?) Quedé muy decepcionado cuando me di cuenta, por ejemplo, que la edición que tengo de Lecturas no obligatorias de Wislawa Szymborska está traducida del inglés al español, no del polaco al español. Qué vergüenza.

Mi obsesión de siempre, sin embargo, han sido las revistas. Comencé a leer por mi cuenta, por placer, a los 16 años, en 1992. Usé sin permiso la tarjeta de crédito de mis padres –cuando tenían tarjeta– y me suscribí a las revistas Time y Domus (se llenaba una postal y se mandaba por correo aéreo, y meses después recibías la primera revista). Vivíamos en un rancho, así que las revistas llegaban a un apartado postal, y había que ir por ellas. Domus era tan grande y pesada que no se podía doblar para que cupiera en el reducido apartado de doce por doce, así que me la guardaban afuera. ¡Lo que era recibir y leer esas revistas viviendo en el campo, sin internet ni teléfono!

Hace unos meses Domus apareció en México, y leo todos los números. Disfruto mucho y leo también, con bastante frecuencia, Lapham’s Quarterly, Apartamento y Monocle. Y, de vez en cuando, cuando las puedo conseguir, The Travel Almanac, 032c y The Paris Review. Cada año pido unas ocho o diez revistas nuevas, sólo un número, para ver qué tal. Aunque hay muchas promesas, casi ninguna pasa la prueba y no las vuelvo a pedir. Este año sólo una me ha emocionado: Works That Work; tal vez me suscriba.

Leo por curioso: durante años, los almanaques de Ben Schott eran mi lectura antes de dormir. Leo porque me gusta entender cosas. Leo porque estoy obsesionado con el pasado y la Historia, con lo que no está fotografiado (quedé fascinado con la serie de libros Historia de la vida cotidiana en México). Leo para entenderme y para sacar mis propias conclusiones de lo que veo y de lo que pasa. No leo para conocer la obra de un autor ni para tener referencias literarias. Leo informalmente, por el aprendizaje inadvertido que se obtiene de un placer sin pretensiones.
 


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