Con cada cosa que emprendo me pasa más o menos lo mismo: envidio la pasión incombustible, el compromiso, la dedicación autista con que algunos se entregan, en cuerpo y alma, a ese aspecto de lo humano que yo sólo toco tangencialmente.
Cierto autor me interesa. Leo uno, dos, tres libros suyos. Consigo por internet la edición bonita de sus cartas y la hojeo a medias. Alguien me recomienda una biografía del susodicho y la apunto como un must de mis próximas lecturas. Leo un cuarto libro, quizás empiezo un quinto. Y luego me distraigo. La brújula que orienta mis pasiones se desquicia bajo la influencia del imán de las circunstancias: ahora lo que quiero es hacer origami. Veo videos de origami, descargo tutoriales, adiestro mis dedos y, con menor fortuna, intento domeñar mi impaciencia crónica, mi intolerancia al fracaso. Después de pergeñar cuatro palomas contrahechas, abandono el origami: lo que me arrebata es la obra de cierto documentalista. Y luego otro escritor, que nada tiene que ver con el primero. Mi cultura en cualquier área, en consecuencia, tiene la apariencia de un gruyere mordisqueado.
El Mundial no es la excepción. Me propuse ver cada partido, consultar las estadísticas, llenar quinielas contradictorias para cubrir varios ángulos y memorizar el nombre de los delanteros estrella. Pero al cabo de sólo tres días mi entusiasmo y mi voluntad se divorciaron. Alcancé a ver el partido entre Colombia y Grecia. Entendí o creí entender la diferencia de estilos. Celebré el triunfo de los colombianos porque tengo un amigo en Bogotá al que supuse contento. Me tomé una cerveza y moví unos muebles a la espera del Uruguay-Costa Rica. Mientras Uruguay llevaba ventaja creí que lograría permanecer fiel a la idea, pero luego la debacle: el sinsentido, la maldita sorpresa –que nunca ha sido niña de mis ojos. Soy un tipo al que le molesta que cambien la receta de la salsa en su puesto de tacos: no estoy hecho para giros imprevisibles. Costa Rica le arrebató a Uruguay el triunfo y asimilar ese duelo me llevó varias horas. Para cuando me repuse, ya había empezado el Italia-Inglaterra y yo estaba tan hambriento de Significado, que busqué en otros rumbos. Con el Japón-Costa de Marfil ya sólo vigilé el resultado.
Le hablé a un amigo que entiende del Mundial y de la renuncia. «A mí me empieza a angustiar la exigencia de presente a partir de cuartos de final, pero no te desanimes: es un músculo que se entrena», diagnosticó entre hipos alcohólicos. «¿Pero lo estoy haciendo bien?», pregunté, ansioso de aprobación como siempre. «Pues mira, si todavía te desvela el destino de tu Belice vas por buen camino». Su sabio consejo me salvó la noche: la sola mención de mi equipo le devolvió fluidez a mi sangre. Si yo no estoy ahí para corear los milagros de la Escuadra de Mimbre, ¿entonces quién? Y aunque hubiera alguien más, ¿no revela un alma pusilánime la escasa coherencia de mis voliciones?
Recobré la entereza. Acudí a un local con televisión para repasar las jugadas estelares de la jornada. Me vestí con la camiseta del astro beliceño (ese número 10 que está haciendo Historia mientras yo me corto las uñas) y me propuse lucirla hasta que apestara. Esto apenas empieza, señores. Nunca he terminado nada en la vida (más que una novela, de pura chiripa) pero 2014 quedará registrado como el año en que aprendí a poner la necedad por encima del origami. Voy a llegar a la final con el corazón afónico. Échenme otro partido, hijos de su pinche madre. Mientras Belice siga dando patadas, allí estaré yo para hacerlas mías, karateka con cerveza en la mano.
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