No hay avión grande que aterrice en Bolivia, es decir, no hay vuelo directo; es necesaria la escala. El aeropuerto internacional El Alto (la vía aérea hacía La Paz) está a 4,050 msnm; los aviones necesitan cinco kilómetros más de pista y llantas especiales para compensar la altura y poder despegar y aterrizar adecuadamente. Después de desayunar unos pisco sour en Lima, confiamos en esas llantas especiales y tomamos el avión que nos llevaría al país de las llamas (en Bolivia hay una llama por cada tres personas).
Bolivia también es quizá el país más olvidado de América; allá arriba y hablando en quechua, ni quién los pele. ¿Peleles? Desconozco si en la ONU hablan de bullying, pero en todo caso Bolivia ha sido el país más maltratado de Sudamérica. Argentina, Chile, Paraguay, Brasil y Perú le quitaron más de la mitad de su territorio, incluyendo su conexión al Pacífico. Y luego son propensos también al autobullying: desde su Independencia en 1825, han desfilado 190 presidentes, incluyendo un dictador que gobernó por diez años (René Barrientos), un genocida (Luis García Meza Tejada) y un ladrón que todavía sigue siendo querido por algunos («Goni» Sánchez de Lozada). Dice la canción que en el mar la vida es más sabrosa, acá en las alturas prácticamente todos se la pasan masticando hojas de coca. El bombón y yo compensamos la altura con cerveza Huari. Como nos disfraza el mareo, nos hacemos como que funciona.
Nuestra Señora de La Paz (3,660 msnm) es una quebrada, una herida, una rajadura en medio del agreste altiplano. Se fundó en 1548 para controlar el comercio entre Lima y Potosí. Como cualquier capital sudamericana, La Paz es caótica, sólo que aquí el caos es indígena. Entramos a un cyber y notamos que hay Office y Windows en quechua. ¿Qué, otra Huari?, me dice el bombón.
Bolivia tiene tres capitales: la política (La Paz), la económica (Santa Cruz) y la jurídica y universitaria (Sucre). Probamos los cinco kilómetros extra de pista del aeropuerto El Alto y volamos rumbo a Sucre aka Chuquisaca aka La Plata (2,790 msnm).
Sucre es la antítesis de La Paz: ambiente tranquilo, seguro, limpio, arquitectura bien conservada, buen clima. Aquí, en 1809, se dio el primer grito de independencia de América Latina; aquí, en 1825, el mariscal Antonio José de Sucre proclamó la independencia de Bolivia.
Desde 1991 es Patrimonio Mundial por la Unesco. Es tal la preservación del patrimonio de Sucre que desde 1988 no se puede construir o cambiar el paisaje de los cerros aledaños; no sólo se protege Sucre, sino lo que se ve desde Sucre, como si la mirada desde un lugar especial fuese por ende también especial. A fe nuestra, lo es. Sobre todo si uno ve esos cerros desde esas azoteas y esos campanarios de esas iglesias de ese siglo XVII.
El camino entre Sucre y Potosí, según nos informan, es de las pocas carreteras pavimentadas que hay en Bolivia. Bien ahí, me dice el bombón. A partir de entonces yo sólo pienso en el camino no pavimentado de diez horas entre Potosí y Tupiza. Mal ahí.
Potosí (4,070 msnm), la Villa Imperial de Carlos V, se fundó en 1545. Cien años después, Potosí era la ciudad más rica de América y la segunda ciudad más grande de Occidente. En 1672, Potosí tenía más de 200 mil habitantes; en 1825, después de la independencia de Bolivia, se quedó sólo con 10 mil. La grandeza de Potosí se debe al Cerro Rico, que, dicen, financió la Revolución Industrial. Su riqueza aturde. Para incrementar la productividad de la mina, el Virrey de Toledo instituyó, en 1572, la Ley de la Mita, exigiendo a todos los negros e indígenas mayores de 18 años a trabajar turnos de 12 horas, durmiendo dentro de la mina y sólo saliendo de ahí cada cuatro meses. Al salir, les vendaban los ojos para que no fueran dañados por la luz del Sol. Entre 1545 y 1825, murieron más de ocho millones de mineros. En 1987, la Unesco le otorgó a Potosí el nombramiento de Patrimonio Mundial en honor a su rica y trágica historia y a su arquitectura virreinal.
La visita bien valió un potosí, aunque nadie haya entendido mi chiste del Barrio de San Miguelito (soy de San Luis Potosí).
La ciudad de Tupiza (2,950 msnm) no vale ningún potosí, pero sus alrededores definitivamente sí. Tupiza es parte del altiplano sur-oeste de Bolivia. De ahí comenzó nuestro recorrido que nos llevaría al Salar de Uyuni.
Entre Tupiza y Uyuni se encuentra una zona llamada Los Lípez. Gran parte de este sector –como le dicen por acá– está dentro de la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. La reserva, léase bien, es para animales tercos: zorros, llamas, vicuñas y flamencos que inapelablemente deciden vivir en tierras áridas, agrestes, incluso violentas; animales que se obstinan a vivir en el yermo más distante.
Esta fue la parte central del recorrido. Estábamos entre los 4,000 y los 5,000 msnm. El frío era extremo: cortante durante el día, insoportable durante la noche, y más en esos albergues inhóspitos. La pobreza acá es extrema. Durante el día, los paisajes eran estériles; durante la noche, totalmente lo opuesto: las estrellas y la Vía Láctea invadían todo el entorno. Durante esas noches, el cielo, júrolo, no tuvo fondo, ni superficie (el bombón tampoco. Interpreten.).
Durante estos dos días estuvimos en el fin del mundo. Tierra blanca, verde, amarilla, gris, violeta, roja, café, negra. El agua: ídem. Recuerdo al bombón diciendo todo el día «esto es Marte, esto es Marte». Y por si se lo preguntaban: no, no nos topamos con Werner Herzog, quizá él estaría ya en el salar.
Neil Armstrong viajó a la Luna, puso la bandera esa, se acordó de la Tierra, miró para atrás y vio «el espejo del mundo»: el viaje a la Luna reflejado en el centro de Sudamérica: el curioso caso del Salar de Uyuni (3,653 msnm).
Hace 40 mil años esto era el lago salado de Minchín. Hace 25 mil quedó totalmente evaporado, dejando más de 12 mil kilómetros cuadrados de sal, algo así como lo que le pasará al Mar Muerto dentro de unos 40 mil años. Cada año, durante el periodo de lluvias, el agua arrastra la sal de las montañas aledañas, logrando que el Salar tenga ahora desde dos hasta 20 metros de profundidad.
Así, todo blanco, el Salar de Uyuni es una especie de vacío geográfico. Por eso Neil Armstrong fijó ahí su vista desde el espacio. Y sintió vértigo, sin duda, y en una de esas lloró. Estar –ser– en el Salar de Uyuni tiene una función saludable, como una brisa para el asfíctico. Calasso diría que una de las enfermedades más graves del turismo es la del Lleno: la enfermedad de quien viaja al torbellino de los turistas entrecortados, a destinos tontamente recurrentes, a confirmar inútiles e infundadas certezas, a vivir temores formulados en sentencias antes que en emociones.
Viajar al Salar de Uyuni es evitar ese desastre que es la incapacidad de atención. Viajar al Salar de Uyuni es ser el Vacío.
Día 1: vuelo México-Lima-La Paz. De ser posible, comer ceviche limeño.
Día 2: La Paz. Probar la quinua, es menester.
Día 3: vuelo La Paz-Sucre. El hotel Santa María la Real es garantía.
Día 4: Sucre. Subir al templo de La Merced y visitar el convento La Recoleta.
Día 5: por el día, Potosí y el Cerro Rico; por la noche, camión a Tupiza (llevar pastillas para dormir).
Día 6: Tupiza y alrededores. Comer tamales y pizzas con el vino local Copas de Altura.
Día 7: Altiplano: Quebrada de Palala, El Sillar y San Antonio de Lípez.
Día 8: Altiplano: Termas de Polques, Laguna Verde, desierto de Dalí, Sol de Mañana y Laguna Colorada.
Día 9: Altiplano: desierto de Siloli, Laguna Hedionda, Salar de Chiguana y Hotel de Sal.
Día 10: Salar de Uyuni. Por la tarde, regreso a Tupiza para poder seguirle al norte de Argentina.
Cruzar del sur de Bolivia al norte de Argentina es como cruzar de Tijuana a San Diego; fuera de lo interesante que pueda ser uno u otro lugar, se siente la calma, el descanso, la tranquilidad. Toma un camión de Tupiza a Villazón, y luego otro de La Quiaca a Salta. Renta un auto, baja por la Ruta 40, pasa por Chachi, cruza la Quebrada de las Flechas y llega a la zona de viñedos de Cafayate. Visita algunas fincas, desde las pequeñas que producen 600 botellas al día hasta bodegas grandes que producen mil 800 botellas por hora.
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