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We have a winner! –los casinos, las tragamonedas y el azar en nuestras vidas

Las tragamonedas son las máquinas de la esperanza: están programadas para dejarnos ganar, pero sólo poquito, lo suficiente como para volver a ellas y acabar brutalmente con nuestros ahorros. Sentarse en esos aparatos es la menguante lucha del hombre contra el azar, un montón de luces y sonidos virtuales que –misteriosamente– percibimos como fama y fortuna.

¿Quién gana en esos juegos? En teoría, el que descubre que no existe la esperanza y se va de la máquina a tiempo con su semi-ganancia (y semi-derrota). Pero los casinos no están hechos para que uno ande por ahí de serio y sensato, no, los casinos son templos al riesgo y la probabilidad, espacios tenues y atemporales, con alfombras polvorientas y bingos que parecen rezos. Los casinos son el refugio de hombres y viejitas solitarias que fuman y giran los rodillos en espera de un religioso «puedo ganar».

Julio Cortázar decía que las esperanzas son bobas, por no decir necias, torpes y malditas. Nosotros somos esos seres hurgando la cajita de Pandora, buscándole una razón al destino en un tablero manchado de cenizas y Coca-Cola, aferrándonos al bonus point. Y aunque sabemos que la riqueza no está en los casinos, secretamente fantaseamos con que timbre la chicharra multicolor, desfalcar a la casa y ganarnos el premio mayor. No se juega en busca del golpe de suerte millonario; más bien, se juega para ganarle al azar, para hacer más soportable una vida sujeta a las casualidades. Estamos hechos de esperanza: somos bobos sin remedio.
 

Mi psicóloga dice que juego para sentirme derrotada, pero yo lo hago por distracción.

~Jugadora anónima

 

Los casinos en México: del Agua Caliente al humo Royale

Los primeros grandes casinos e hipódromos llegaron a México durante la Francia ficticia de don Porfirio Díaz. En ese entonces, los casinos eran dignos espacios del derroche y el glamour, exclusivos y de etiqueta rigurosa. Después de la Revolución, el presidente Plutarco Elías Calles emprendió un ambicioso proyecto turístico en la ciudad fronteriza de Tijuana: un casino, hotel, hipódromo y centro vacacional llamado Agua Caliente.

Durante los años veinte y treinta, Tijuana y sus playas se volvieron el espectacular escenario de la buena vida y los excesos. En esos tiempos, los americanos huían de la aburrida –y ridícula– prohibición (después de que les desmantelaron los saloons) para darle vuelo a la hilacha en la frontera –y no han parado. Agua Caliente fue el esplendor turístico del país: un Atlantic City con tequila, un lugar con pista de aterrizaje privada que recibía aviones de Europa, Sudamérica y la ciudad de México, escenario de películas con actrices como Dolores del Río, centro de contrabando de alcohol hacia Estados Unidos y el lugar preferido de Hollywood. Sí, Agua Caliente pudo haber sido un libro de Fitzgerald, o quizá incluso lo es: A este lado del paraíso, El diamante tan grande como el Ritz, Todos los hombres tristes, El crack-up.

Eventualmente, Lázaro Cárdenas llegó al poder y acabó con el despapaye. A finales de los treinta prohibió los juegos de apuestas en el país y entregó las instalaciones del Agua Caliente a la Secretaría de Educación Pública (?). Con los años, el gobierno se empeñó en borrar ese pasado mafioso y demolió lo que quedaba del lujoso complejo. ¿Por qué los vicios no son historia?

Desde entonces los casinos nunca volvieron a ser bien recibidos en México. Antes de los holgados noventa, la mayoría de los juegos y centros de azar estaban prohibidos. Luego cedieron algunas legislaciones, vino el atasque corrupto de los políticos y la tragedia nacional del 2011: el incendio y la masacre del casino Royale en Monterrey. Y entonces sí, los permisos se apretaron y el gobierno inició una cruzada en contra de los casinos y su siempre íntima o cuando menos sospechosa relación con el crimen organizado. Ahora nos es imposible imaginar un centro de entretenimiento como el Caesars Palace o el flamante Agua Caliente; nos hemos vuelto un país de máquinas japonesas, nada más.
 

¿Para qué entrar a uno de esos casinos si tenemos aquí el billar y el dominó? Aquí me he ganado unos buenos centavos y me he hecho de unos tantos amigos.

~José Luis Hernández

 

Protocolo y etiqueta

Hasta en el juego hay cortesías indispensables, acciones básicas y rarísimas para mantener la suerte en orden.

  • Si perdiste todo tu dinero en una máquina, deja la tarjeta sobre el tablero. La siguiente persona en sentarse sabrá que esa máquina «no está dando».
  • Si el de a lado va ganando y quiere ir al baño, apártale su lugar casi como si fuera el tuyo.
  • Jamás apures a alguien de su máquina. Mantén una actitud buitre: caza pacientemente tu máquina preferida.
  • Nunca limpies el cenicero, dicen que se te esfuma la suerte.
  • Que no se te ocurra hacer ruido mientras está el bingo.
  • «Retírate cuando vayas ganando»: un cliché que nomás no logramos comprender.

 

Más allá del bingo

La palabra «casino» significa casa de campo en italiano. Eso es lo que hacía la nobleza renacentista: descansar, jugar y dormir –nunca apostar. En algún momento los gringos denigraron a los grandes casinos con lo peor de Las Vegas, nos pasaron la pedalear y acabamos con verdaderos tugurios, pura fachada. Eso sí, esta tropicalización democratizó a los casinos –ahora todos pueden entrar– y nos dio refrescos gratis, alcohol y platillos ba-ra-tí-si-mos.

Herméticos, sin ventanas y con mucha luz artificial, los casinos son una dimensión desconocida llena de atractivos más allá del juego: el restaurante con refill infinito, ideal para ver un partido de futbol, el único bar al que le vale si fumas en la cara de otras personas, espacios rarísimos donde literalmente, quién sabe cómo, se pierde el tiempo, quizá como se hacía en los palazzos campestres.
 

Yo sólo apuesto en el béisbol. Estudié finanzas y me dedico a la estadística: juego con los números. Lo mismo pasa en el beis.

~Raymundo Estrada

 

La casa siempre gana –probabilidad for dummies

Yo tengo un dado de seis caras. Tú le apuestas $1 a que salga, digamos, el 3. Si fallas, te quito tu $1, pero si le atinas yo te doy $5. La probabilidad que tiene el dado de caer en el 3 es una en seis. Teóricamente, si apuestas seis veces, ganas $5, pero pierdes $6 en el intento. En teoría, yo siempre terminaré con $1 más que tú.

Por supuesto, existe la posibilidad de que caiga el 3 las seis veces. Pero también existe la posibilidad contraria. Independientemente de una u otra, la probabilidad es siempre la misma: una en seis –o una en cien si juegas bingo o una en un millón si juegas en una de esas maquinetas.

Lo posible no es lo mismo que lo probable. Tú juegas a lo posible, yo a lo probable. «Los hombres no miran las cosas tal y como son, sino como desean que sean, y esto los lleva a la ruina», dijo Maquiavelo. Tú tienes fe y le apuestas al 3, yo sé que la fe es un concepto espiritual y le apuesto al 1, 2, 4, 5 y 6. Aquí, en la Iglesia del Azar de los Últimos Días, tú crees en Dios, a mí Dios, ahora, me tiene sin cuidado. Tú ganas en esperanza, yo gano, por lo menos, $1 más que tú.

El negocio de los casinos depende, como casi todo negocio, del volumen. Entre más apuestes, más probabilidades tienen ellos de ganar. Por eso los casinos ni se molestan en «cargar» los dados: ya tu esperanza cargó el dado en tu contra.

Como en todo, quien se involucra pierde. Pero, también, quien se involucra vive. Entre más usas tu vida, más posibilidades tienes de morir. La vida no es sino el vértigo que sentimos hacia la muerte. Por eso nos justa tanto el juego.
 

«Tengo la costumbre de nunca jugar con gente que no conozca»

Yo nací con la baraja en la mano; mi familia toda la vida ha jugado baraja, así que no sé cómo aprendí ni cómo empecé, pero desde que tengo uso de razón yo juego.

Normalmente juego Paco, y sí, apuesto, pero sólo en familia; tengo la costumbre de nunca jugar con gente que no conozca. Dicen que el Paco es un juego característico de mi estado; en Guanajuato sólo se juega Paco y Póquer.

Voy a los casinos nomás para ver el futbol. No juego ahí, yo juego por diversión, no por ganar dinero. Sí voy, pero sólo a ver los partidos de futbol que luego no pasan en la televisión, como cuando juegan los Gallos aquí en Querétaro. Como en los casinos apuestan, ahí sí se ven todos los partidos. Y bueno, también voy porque, además, ¿a quién no le gusta que le sirvan refresco gratis, que las cubas valgan una tercera parte que en un restaurante, que la comida sea más barata que en un buffet? Los casinos tratan de estimularte y tenerte a gusto para que juegues y pierdas.

~Eduardo Macías, un jugador ejemplar

 

Las apuestas en el centro de México

Las apuestas siempre han sido parte de nuestro folklore: todos tenemos un pariente, un amigo o un niño interior vicioso.

Desde mediados del siglo XIX, los mexicanos hemos creado una necia cultura alrededor del azar y la suerte. Antes del Caliente y el Big Bola, nuestros pueblotes contaban –y cuentan aún– con infinidad de cantinas, rincones y tugurios dedicados a las apuestas: bodegas clandestinas con cartas, ruleta y bravos jugadores. En un principio, hasta nuestras ferias y fiestas patronales fueron grandes celebraciones a los excesos del juego: peleas de gallos, carreras de caballo, botellas de alcohol y un montón de «cuetes» tronando sobre la provincia.

De todas esas fiestas, la más grande y más vieja –este año cumplió 185 añotes– es la Feria de San Marcos en Aguascalientesn, el lugar ideal para disfrutar de las apuestas en México. Su palenque y casino son auténticos ejemplos del folklore y el azar en el país, escenarios de anécdotas como el hombre que apostó hasta su mujer en las cartas.

Sin contar los emocionantes excesos hidrocálidos, ahora sobran los centros de apuestas: hay mínimo un Yak, un Caliente, un Big Bola o alguna cadena similar en cada ciudad del Bajío. Seguro sabes dónde queda tu casino más cercano, aunque quizá no, pues su mercadotecnia suele ser muy discreta.

Aún con la grosera abundancia de este tipo de casinos, las apuestas informales siempre serán, además de mayores, mucho más entretenidas. El Póquer de los martes con los amigos, el jueves de dominó con el abuelo, las apuestas futboleras con el vecino; jugar con la suerte es infinitamente más divertido en un contexto iconoclasta. «Apostar las trenzas es mucho más emocionante que jugar con dinero –dice el bombón–, pues los billetes suelen carecer de valor sentimental». Aunque, claro, existen personas que amasan el dinero como si fuera una extensión de sus propias barbas.

Por último, otro juego común en las pequeñas ciudades del Bajío se da, no en los casinos ni en las casas particulares, sino en el mundillo político. Cada tres años, miles de personas le apuestan a su gallo, es decir, traicionan al amigo en pos de un hueso inexistente. Cada tres años la decepción es la misma: «mi mero gallo» pierde y un jaguallo insospechado llega a comerse todo el banquete.
 

Me tuve que rapar porque le aposté al no descenso de los Gallos. Un par de semanas después me salen con esto de que regresan. ¿Y mis trenzas qué, esas también vienen de Chiapas o qué? Lamentable…

 


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