«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» Ortega y Gasset.
Existen ciertos datos que, al ser tan amplios y descomunales, resultan ininteligibles y hasta absurdos. Pasa, por ejemplo, con las toneladas: ¿qué diferencia existe entre 500 y 523 toneladas? Según los expertos en pesos pesados, la diferencia en muchísima: «¡23 toneladas!». Como uno no se imagina cargando 23 –o mucho menos 523– toneladas, uno se pierde entre toda esa masa. Uno sigue siendo la medida de todas las cosas.
Con el tema tan sonado del calentamiento global pasa algo similar. Si me da la calentura, pues sé muy bien qué hacer: voy con el doctor o me lanzo a un antro. Pero si a la Tierra le da por calentarse, pues estamos en un problemón inimaginable. ¿Cómo le hago para que se enfríe? ¿Qué pildorota le receto? Y no es que sea por altruismo inocente, es decir, no es que quiera salvar al mundo con mis pequeñas acciones, no, el tema es cómo me salvo yo en un mundo cada día más voluble, abrumado, agotado. Si mi yo tiene que estar por encima de mi circunstancia, ¿cómo salvo al yo de esta circunstancia tan jariosa y desordenada?
Te presentamos las cinco normas del ciudadano sustentable:
Sin duda, reciclar es el consejo más popular, el consejo que se ha sabido vender mejor. Sin embargo, casi todos lo entienden como desechar de forma organizada: tirar lo orgánico aquí, lo inorgánico acá y llevar las baterías al depósito no sé cuál. Sugerimos ser un poco más imaginativos: reciclar no sólo significa ordenar la basura, sino también reutilizarla: reparar las cosas que ya no funcionan, utilizar algo para otros fines, rescatar lo abandonado, etcétera. Implanta, por ejemplo, la composta casera, recupera los vestidos de la abuela, ponle unos parches simpáticos a tus pantalones; en suma, dignifica tus vejestorios.
Lo sabemos, se contrapone con «recicla», pero es que hay tantas cosas que nada más no se pueden reciclar. Desecha las playeras que tienes guardadas para cuando laves el auto, los calcetines que usas con los pantalones esos rojos que tienes, los pantalones esos rojos que tienes, los periódicos con notas «interesantes», los amigos desconocidos de Facebook, la cámara de rollo que piensas vender y los apuntes «súper útiles» que tomaste en la maestría. Lectura recomendada: un cuento de Monterroso llamado Cómo me deshice de quinientos libros.
Sí, el mundo tiende al desorden, pero hay ciertas cosas que uno puede hacer para controlar el caos. Dedícale 30 minutos al día para organizar algo, lo que sea: el librero, los calcetines, el escritorio, la cartera. Llega 30 minutos tarde a las fiestas y a las reuniones familiares; te conviene.
Si el destino queda a menos de tres kilómetros, vete caminando; si llevas dos días sin utilizar el estéreo, desconéctalo; si tu celular ya se excedió de sus 50 llamadas diarias, apágalo; si la moda es la comida autóctona, cocina con ingredientes locales; si no sabes qué es eso de las aplicaciones para el iPhone, regresa al clásico Nokia; si sucedió un milagro y el gobierno hizo caminables las banquetas, olvídate de la caminadora; si engordaste un poco, descarta el cinturón. Crea tu propio reglamento y, sobre todo, síguelo y respétalo.
Si seguiste ya los cuatro consejos pasados, quizá te interese el ascetismo. El procedimiento es el siguiente: primero, acéptate como neófito. Después, conviértete en galán o en padre de familia –no importa qué elijas– y dedícale unos años a la riqueza económica y social. Cuando estés en la cúspide, cuando seas político o director de una empresa importante, déjalo todo: olvídate de la mujer, de la familia, del llamado «patrimonio», olvídate de tus pretensiones, de tus deseos y de tus vanidades. Deja todo y trata de ser neófito otra vez.
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