Se nos fue el tiempo y, sobre todo, desaparecieron las formas. ¿En estos días, qué lechero va a repartir la leche bronca por la colonia, si ya los lecheros se extinguieron? ¿Quién se va a poner a hervir la leche? ¿Y quién tiene hoy el temperamento impasible de un autista para cuidar que la leche hirviendo no se derrame? ¿Para qué tanta lata por una membrana que flota de forma asquerosa como una hostia gigante y blanda?
La leche se ha convertido en un líquido industrial. Por ahí de los ochentas las vacas contrataron a una serie de intermediarios para transmitir su líquido: sale de la ubre para pasar a través de mangueras a termos industriales, después a pipas, de ahí a fábricas, luego a compartimientos secretos y, por último, a tetrapacks. Y uno le hace la lucha, pero ese líquido sabor a leche que uno compra en el súper nada más no cuaja; uno lo hierve y lo hierve, pero nada más no sale la nata.
Los procesos de la nata no cuajan con esta modernidad utilitaria y afanosa. El dinamismo contemporáneo lo impide: la nata se nos va.
Y lo peor del asunto es que la nata no se va sola. No, con ella se nos van algunos platillos tradicionales, muchos recuerdos, anécdotas de cocina, historias familiares. Se nos va la parte más íntima de la cultura lechera. Ay.
Nuestra única esperanza es que la impúdica y obscena cocina gourmet rescate la nata. Los chefs que hacen espumas y experimentos pretenciosos se han burlado ya casi de todo. Nuestra esperanza es que se burlen de la nata y la rescaten del olvido. Así como vemos las cosas, nos conformamos con una nata deshonrada.
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