El pudor es el adorno más hermoso de la mujer.
~Flaubert, Diccionario de lugares comunes
El pudor agoniza de vergüenza, se desvanece, se nos va. Y no sólo el pudor sexual o corporal, sino todos los pudores. El pudor gastronómico, por ejemplo. Hace poco, en Campeche, desayunamos unos huevos motuleños, almorzamos un elote pibinal, comimos unos panuchos de cazón y cenamos chilpachole. Y lo que es mejor: no sufrimos ningún tipo de bochorno o sofoco. Semos glotones: carecemos de pudor gastrointestinal.
Otro pudor en vías de extinción es el lingüístico. Ayer (jueves) escuchamos a una monja exclamar «Harlem Shake» frente a un anciano que la recibió con un «ola ke ase». Sabemos también de maestros que le explican a sus alumnos que «bizarro» no significa valiente y espléndido (como dice el diccionario), sino insólito y extravagante. Una cosa es que el lenguaje esté vivo y cambie y otra muy distinta que hablemos con simpleza e ingenuidad.
Porque ser impúdicos es ser eso: ingenuos, simplones, bobos. En pos de una liberación idiota, despatarrada e inocente, nos hemos quedado sin vergüenza, sin ese rasgo vaporoso, agudo y sutil que nos distingue de los animales.
Nos hemos vuelto incapaces de reservar cosas, ideas y sentimientos para nosotros mismos. Lo mostramos todo, nos exhibimos en Facebook, tuiteamos sin miramiento. Actuamos sin recato, hablamos sin decoro. Nos hemos vuelto infames.
O quizá estamos exagerando y el pudor sigue ahí, intacto. Pero si eso es cierto, ¿entonces cuál es la intimidad de, por ejemplo, una monja que organiza con un anciano un Harlem Shake? Si lo que exponemos es infame, ¿cómo será lo que guardamos?
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