La extinción de vinos con corcho peligra principalmente por tres razones: 1) es más barato utilizar tapones sintéticos, 2) cada día hay más botellas de vino que alcornoques (el árbol de los corchos) y 3) las taparroscas y los corchos sintéticos son, además de completamente herméticos, inmunes a problemas como hongos y bacterias, evitando que el vino se contamine de TCA, es decir, que un vino sepa «acorchado».
Las únicas dos razones por las que se sigue utilizando el corcho natural [sic] son: 1) porque abundan las poses nostálgicas, románticas y melodramáticas y 2) porque la porosidad del alcornoque permite una oxigenación minúscula que beneficia a los vinos carísimos que se siguen desarrollando dentro de la botella.
Hasta aquí todo claro: los vinos de menos de 500 pesos huelen y saben mejor si se tapan de forma sintética. Sin embargo, como dicen los que saben, «obras son amores, y no buenas razones». Si el vino es una bebida que debe expresar la geografía, el clima y la gente que se involucró a lo largo de un proceso quilométrico, ¿por qué no podemos disfrutar un vino delicadamente malo? ¿Por qué queremos probar siempre el mejor vino cuando vemos que no siempre tenemos el mejor clima? La idiotez de lo perfecto.
Lo que peligra entonces no es la extinción del corcho, sino la franqueza y la idiosincrasia del vino. El corcho es sólo una metáfora del inminente desarraigo de la cultura vínica. La sustitución de los corchos por las tapas sintéticas indica, sobre todo, que preferimos los vinos perfectos a los vinos vivos.
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