Todavía existen por ahí algunas colonias con letreros de «¡Cuidado, niños jugando!». Son colonias que llevan 10 años, por lo menos, sin renovar la señalética urbana, pues sus letreros anuncian lo inexistente: prometen niños jugando y te presentan, cuando mucho, a un par de señoras caminando con tenis extraños.
¿Dónde quedó el niño que salía a la calle en busca de una pelota y unos vecinos? ¿Dónde quedaron los vecinos? ¿A dónde se fue el juego? Las cubetas que antes funcionaban como porterías siguen estando ahí, pero ahora sólo sirven para apartarle el lugar a un auto.
El niño, la pelota, los vecinos y el juego, todo desapareció, o por lo menos todo cambió. Para empezar, el niño ya no es niño, es más bien un señorcito; se toma la vida tan en serio que, en lugar de ponerle tachuelas a los autos, prefiere ir a clases de mandarín o yoga. Asimismo, la pelota transmutó en iPad, los vecinos –virtuales– están en Londres o en Singapur y el juego, ese sí, se desvaneció por completo. Como la calle.
Y es que el juego –la espontánea y franca convivencia– depende enteramente de ese espacio completamente público llamado calle. Y cada vez hay menos calles públicas con niños jugando, pues vivimos en nuestras pequeñas concha-cuevas llamadas autos, computadoras y jardines privados. Despreciamos lo público, desairamos la calle. Vivimos pensando que estamos completamente solos. Y no.
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