Según nuestros vecinos los periódicos, en Querétaro recibimos 40 familias nuevas cada día. (Otra cifra alusiva: seis de cada diez empleos son solicitados por personas recién llegadas a este lugar de piedras y peñascos.) Si la familia mexicana está conformada, según el INEGI, por cuatro integrantes, eso quiere decir que en esta ciudad recibimos diariamente a 160 personas; casi 5 mil al mes; más de 50 mil al año.
Con un poco de retórica, las cifras podrían decir justo lo opuesto que este artículo: tenemos un superávit de vecinos. Nada más falso. Jorge Ibargüengoitia decía que León es una ciudad «donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas». La frase aplica para casi cualquier ciudad. El que mucho abarca poco aprieta; o, en otras palabras, entre más juntos, más desconectados.
Frente a nuestras casas y nuestros trabajos hay cada día más personas, pero también cada día menos vecinos. El vecino es aquel que habita con su coincidente. Con el que vive enfrente intercambiamos miradas y quizá algún saludo, pero ha dejado de habitar en nosotros, para bien y para mal.
Y para peor. Pues no sólo nos hemos quedado sin el pastel de bienvenida a la colonia y el recurso del «vecina, me regala un poco de azúcar», sino que hemos reducido nuestro marco identitario. Nos construimos a partir del otro. Solos, en nuestras casas y oficinas, hemos dejado de existir en los otros. Somos menos, pues.
Como diría el subtítulo de una gran película de Werner Herzog: «cada quien para sí y Dios contra todos». Pfff, pues desde hace mucho nos quedamos también sin Dios.
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