Un mapa es una abstracción; la representación de un territorio complejo, cambiante, contenido en sólo dos estáticas dimensiones: X y Y, sin Z. Este corte de la realidad, este still del mundo que omite a la Z es mucho más fácil de interpretar. Un mapa es un trozo manejable, comprensible y abarcable por su bidimensionalidad.
El cine es también bidimensional, aunque finge no serlo. En realidad, las proyecciones tienen X y Y, pero no tienen Z. Las pantallas son planas, la luz que emite una proyección cinematográfica aterriza en una superficie en donde el volumen no cuenta. Sin embargo, las líneas, la luz, el movimiento, los colores, todo en el cine nos hace pensar que en realidad hay una tercera dimensión frente a nosotros, los que asistimos a una realidad completa, volumétrica, como si miráramos a través de una ventana o, mejor, a través del ojillo de una puerta.
El cine es también una abstracción. Tal vez no sólo por la falta de la Z, pero sí por ser un corte de la realidad, una proyección con límites, un espacio en donde, aunque no lo parezca, las variables se encuentran todas controladas. Este control, el paréntesis que puede hacerse a través de la abstracción, permite percibir mucho mejor la realidad que representa.
Al mismo tiempo, el lenguaje cinematográfico nos hace creer que lo que vemos en la pantalla no es artificio; asistimos a una representación que nuestros ojos perciben como real, pero que no es más que luz; un mapa en movimiento: X y Y simulando también a Z.
Si un mapa es la abstracción de un territorio, el cine es la abstracción de la vida. Y dentro de un cuarto oscuro, rodeado de sonido, con una pantalla enorme, es fácil confundir el uno con el otro. Esto es lo que le da al cine su verdadero poder.
En un contexto donde parece que vemos la vida pero en realidad percibimos su representación, las posibilidades son infinitas. En las historias que el cine cuenta es posible volver a la infancia, revivir a los amigos muertos, besar a labios imposibles y regresar en el tiempo para hacer justicia en donde la realidad no supo hacerlo. De ahí su poder, su placer, su peligro. ¿O hay algo más placentero, perverso y catártico que haber visto a los bastardos sin gloria acribillar a un patético Hitler que sucumbe en medio de la sala de cine?
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