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Imagen © Lorenzo Hagerman

Heli

Comencemos con el título: Heli. No es Jeli, pero tampoco es Eli. La H es muda, pero no sorda: está ahí, aunque no la escuchemos. Porque, pensándolo bien, la H no es muda, lo que pasa es que nosotros no la oímos ladrar. La vemos, pero no la queremos escuchar. No somos sordos, lo que pasa es que la H aspira –asfixia– y eso nos hace, no sordos, sino sórdidos.

La cuarta acepción de la palabra sórdido es médica: «dicho de una úlcera: que produce supuración icorosa». Supuración: formar y echar pus. Nada agradable. Heli no es agradable.

Heli, la tercera película de Amat Escalante, es bestial y horrorosamente excepcional [al, al]. Excepcional por retratar, al mismo tiempo, la violencia íntima y sistémica de un país con una úlcera tremenda y brutal. Y excepcional, también, por lo profundamente cinematográfica que es: el western, el cinededo, la luz que acecha, alumbra y deslumbra al héroe. (Esa escena de Heli confesándose frente a la detective mientras el faro de un auto se acerca y pasa es genial.)

Planos abiertos y sentimientos cerrados; un horizonte eterno queriéndose cerrar y una sensación profunda queriendo salir. Ese es el drama en un western: la horizontalidad del plano luchando contra la verticalidad del personaje. Y viceversa.

El conflicto primero de Heli tiene que ver no con el narcotráfico y sus secuelas, sino con su esposa y su sexo. Ese ese el conflicto inicial y esa es la resolución. La violencia es primero íntima y luego social. Y luego otra vez íntima. El combate es siempre con nosotros mismos.

El espectador de Heli es esa señora que cocina mientras sus ¿hijos? torturan a un hombre en el cuarto de al lado. La violencia está en el torturado (que la está recibiendo y gestando), pero también en el torturador. Y sobre todo en el torturador pasivo, esa bestia sin reacción o articulación. Ese zombi.

O, incluso, la violencia está en la Tierra, no en el Hombre, a la manera de Bodas de sangre, Twin Peaks, El cielo árido, etc. «Que yo no tengo la culpa / que la culpa es de la Tierra». Esa es la tragedia de Heli.

Pero Heli es también una comedia. El héroe cumple su objetivo: tener sexo con su mujer. Eso es lo más violento –y esperanzador– de la película: el protagonista llega a su meta tras asfixiar a otro hombre. (Heli es el reflejo inverso del Anticristo de Von Trier: existe el Eros sólo tras el Tanatos.)

El bebé que espera la hermana de Heli es la película misma: nace del dolor. Procreamos violencia. Engendramos horror. Y eso duele, por supuesto, pero eso también da cierta esperanza: el dolor es nuestro y podemos hacer con él algo más, algo distinto. Algo como lo que hizo Amat Escalante: convertir el horror en luz y reflejarlo en nuestra oscuridad.

Amat Escalante es nuestro Faulkner.
 
Posdata

¿Quién es Gabriel Reyes, el coguionista de Heli? Lo único que sé es que escribe en tarjetitas, como Nabokov.
 


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