Tengo pocos compromisos sociales al año —aunque siempre podría tener menos. La mayoría son en bares, algunos en restaurantes o casas, y casi siempre aparece una boda a la que hay que ir. Una al año.
Tengo un amigo que va a una boda cada semana. A veces va a dos bodas en un mismo fin de semana. Si cambia de novia, lo sigue haciendo, sólo que las bodas a las que va son distintas. Supongo que tendrá un par de trajes, una camisa especial, zapatos negros de vestir y algunas corbatas. Bebe mucho whisky.
Tengo otra amiga que no va a tantas bodas, tal vez diez o doce al año; algunas son fuera de la ciudad, otras a las que hay que llegar en avión. No puede usar el mismo vestido más de una vez, porque al menos una persona que estará en la siguiente boda ya lo habrá visto (sólo puede repetir en esas bodas de primos lejanos). ¿Tendrá un closet con todos esos vestidos que sólo usó una vez? Sospecho que algunos terminan en subastas web.
Comparado con ellos, cuando pienso en mi insignificante vida social, más que estar contento por las cosas que hago, estoy contento por las que no hago, por la lista de eventos a los que no tengo que asistir, familias políticas que ver, misas, cocteles de bautizo, bodas civiles, no tengo que hacer nada de eso. No tengo que hacer nada que no quiera hacer. Ni siquiera mi cumpleaños.
Todo eso que no hago me da mucha paz. Me alegra doblemente estar leyendo en cama un sábado al mediodía si pienso que habrá otros en ese momento preparándose para el evento al cual preferirían no asistir. El cielo nublado, la luz de la lámpara, el ambiente cálido, el algodón de la piyama, ¿cómo puede eso ser inferior a cualquier cosa?
Ese silencio desprovisto de tiempo. La serenidad… que al mismo tiempo es grande. Y yo ahí con las palabras, nada más.
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