Ah, el deporte. Esa pasión, esa necesidad y –para algunos– necedad. En una década donde el atractivo físico es vital (#selfie), hacer ejercicio se ha vuelto parte de nuestra urbanidad. Junto a la renta y el súper (o la comer), pagar un gym ya entra en los gastos fijos –algo bastante virtuoso si observamos los índices de obesidad en los puestos de garnachas.
No basta, no en estos tiempos, con levantar una pesa o subirse en una caminadora. Lo de hoy es dividirse entre la paz mental y la dureza muscular. Somos la versión extrema –y al mismo tiempo espiritual– de Olivia Newton-John y sus aeróbics del ’81.
Durante su retiro-experimento en la laguna de Walden, Henry David Thoreau contempló la metafísica del pescador rutinario: muchos hombres van de pesca todas sus vidas sin saber que no es el pez lo que están buscando. Lo mismo pasa con el deporte: no corremos para llegar a alguna parte, más bien lo hacemos por el desplazamiento, la sensación. Entre la publicidad de Nike y el querer bajar de peso, se nos ha olvidado que hay algo más: una necesidad de movimiento, de acción, de saber que sí se puede huir del vacío y el reposo. Que no somos inmóviles.
Hacer ejercicio es la actividad física sin utilidad: se nada sin buscar la orilla, se levanta un peso porque sí. Y aunque también nos uniformamos para ganar una medalla, jugar en equipo y anotar un punto, lo cierto es que el deporte es la versión corporal de nuestro egoísmo: lo hago para mí y para nadie más; una codicia saludable, un egocentrismo lleno de músculos y sudor.
En estos tiempos, el porque sí atlético es una declaración en contra del sedentarismo. Parece ser que los gimnasios atiborrados suprimen la vida estacionada, y entonces mover los brazos y piernas sin sentido es sentarse menos en las mesas del McDonald’s o embarrarse todo el día en el iPad. Pero ahí está el error: más bien, nuestra inmovilidad es abstracta, va más allá de las flexiones y los estiramientos físicos. Nos subimos a una elíptica con el cerebro fijo, encerrado. Corremos una pista para «despejar la mente» y el efecto es temporal, finito. Pronto queremos más kilómetros, más velocidad, más peso, más ejercicios. Nada puede ocultar nuestra ansiedad: somos voraces e impacientes –y ahí es donde perdimos un poco el camino del deporte: cambiamos su hedonismo por la demasía y la inmediatez. Ahora andamos en busca de lo más nuevo, de lo más rápido y efectivo. Hemos dejado de movernos por el placer del movimiento.
Corredores en la calle a las 6:00 am, orangutanes que siempre traen faja en el gym, señoras que se juntan en su clase de pilates, veinteañeros dejando la voluntad en el CrossFit. El miedo estático está más presente que nunca: todos queriendo bajar de peso sin saber que lo importante es no ser fijo. El ejercicio citadino como el pescador de Thoreau: buscando el pez en las membresías del club deportivo, en los tapetes de yoga y las tiendas de ropa deportiva –aunque nos rompamos las rodillas.
Desde los gimnasios nudistas en Alemania hasta el hockey subacuático, el terror a no poder movernos ha derivado en un catálogo vasto y por momentos demente. Acá en el Bajío hemos comenzado a contagiarnos con las variaciones del yoga y los ejercicios que, ¡uy!, «te llevan al límite».
Tanto gym, tantas cuotas y pagos mensuales. Lo malo de los nuevos deportes es su abundancia (¿cuál será el mejor?), lo bueno es que hay para todos: precio, calidad y estilo de vida. Tenemos desde el gimnasio de la colonia hasta el exclusivo Sport City y la bodega de CrossFit. Recomendamos escoger por cercanía –nada más contradictorio que irse en auto al gym– y evitar changarros gastronómicos con fritanga sospechosa.
Siempre salgo mal en las fotos. Tal vez porque pongo una cara rara o porque hago muy adelante el cuello o porque tengo una ceja a medio levantar justo cuando la cámara hace clic. He pasado muchos minutos de mi vida intentando encontrar la razón por la que salgo así de mal y creo que vislumbro una pista: a mí me va mejor el movimiento. Una foto me congela, me paraliza, y en la inmovilidad me veo fatal. Todo esto para explicar que soy una persona que le gusta –y que necesita– moverse. En consecuencia, me gustan los deportes.
He practicado muchos: cuando era niña hacía gimnasia olímpica y atletismo. De adolescente jugué basquetbol y fútbol –en mi insensatez juvenil hasta iba al gimnasio a hacer pesas, guácala. Luego de terminar la universidad fui prefiriendo, no sé si por gusto o porque uno se va quedando más solo en la adultez, los deportes individuales. Ahorra corro, nado y más recientemente hago yoga. Hablemos del último para volver al tema del movimiento y de las impresiones que he ido acumulando al moverme de manera consciente.
Pareciera que moverse es llevarse a uno mismo de un punto a otro: correr de A a B (o de A a A si es un circuito), perseguir algo, cambiar de posición. Haciendo yoga descubrí que puedo moverme sin moverme, es decir, sí moviéndome yo –conmigo–, pero no moviéndome yo con respecto de la posición en la que me encuentro. Entro a una clase y una hora después estoy en el mismo lugar, acostada en lugar de parada, pero en el mismo lugar; sin embargo, me encuentro muchos músculos más cansada y muchas calorías más hambrienta.
Algunas posiciones en estos deportes –yoga, TRX, pilates– dependen mucho más del equilibro que de la fuerza o de la flexibilidad. Yo pensaba que el equilibrio se tenía o no se tenía, que era algo así como un talento. Eso lo pensaba porque yo siempre me caigo y la demás gente no. Un día la maestra se compadeció de mí al verme siempre tambaleante y me dijo que si miraba a un punto fijo ya no me iba a caer o, por lo menos, iba a poder mantener la posición que ella me pedía que hiciera. Lo hice y funcionó. Ver a un punto fijo aísla el resto del ambiente y eso hace que no te distraigas. Si no estás distraído, no te caes. Un día haciendo yoga descubrí que yo me caía por distraída y que eso no tenía que ver con que tuviera o no el supuesto talento del equilibrio.
El descubrimiento más profundo y cursi que he hecho haciendo yoga sucedió gracias a que tuve una maestra tan dulce como nazi. Explico. Cada clase, al final, es necesario hacer algo que se llama inmersiones. No sé muy bien para qué sirva, pero es necesario pararse de manos, pararse de codos, pararse de cabeza o pararse en algo así como la nuca. Esta última posición se llama vela. Para explicar en corto, para hacer la vela hay que acostarse boca arriba, levantar las piernas hacia el cielo y lograr parecer una vela, o imaginarlo al menos. Esto hace que la cabeza siga en posición horizontal, pero el cuello se hace la mar de curvo, es decir, yo me quedo toda torcida. Odio la vela. Mi maestra dulce pero nazi elegía esa posición de inmersión cada clase, y yo, cada clase, estaba a punto de llorar, gritar o de menos bajar las piernas. Un día, no sé si viendo mi desesperación o sólo por casualidad, mi maestra dulce pero nazi dijo algo así como «no es una lucha, es una renuncia». Por supuesto, no dejé de sentirme desesperada y torcida, pero decidí aguantarme y ya. Respiro, olvido que estoy toda torcida, hago la vela esa y salgo de la clase sintiéndome súper mujer (?).
En una hora de yoga me sucede algo así como una agitada interior, estirando mis piernas, respirando para que mi mano toque una parte de mí que normalmente no alcanzo, manteniendo el equilibrio que pensé que no tenía y poniéndome en poses que pensé que no existían. Lo mejor de este deporte –o disciplina o práctica o lo que sea– es que la concentración que necesito para hacerlo –y no hablo de meditación, sino de la simple atención que se necesita para mover un dedo de maneras sospechosas o para hacerlo llegar a donde naturalmente no llega– hace que deje de pensar en lo demás. Lo mejor de esta forma de movimiento es que congela mi cabeza. Le toma una foto a mi cerebro y mientras mi cabeza está paralizada, yo me veo –me percibo, al menos– mucho mejor.
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