La métrica del tiempo moldea nuestra conducta: somos tiempo definido. Inventamos la semana, clasificamos los días: el día para trabajar, el día para salir a cenar, el día para salir de fiesta, el día social, el día sexual, el día familiar. Gracias –o por culpa– de este calendario costumbrista sabemos que el lunes no es un buen día para tomar alcohol (recibes la maldición gitana), que el viernes uno medio trabaja y medio cura la cruda y que el domingo es un día con compromisos familiares: jugar con el hijo, platicar con los padres, atender a Dios, organizar un día de campo con la novia, todo depende del tipo de familia que uno tenga.
Sin embargo, muy de vez en cuando, el destino, el azar, el I Ching o lo que sea nos tiende la mano y nos ofrece un domingo sin bautizos, sin comidas familiares, sin convenios de pareja: un domingo sin compromisos. Y es ahí –cuando sucede la excepción–, que surge una duda que podría parecer existencial pero que tan solo llega a ser dominical: ¿y ahora qué hago conmigo mismo?
Por la mañana, podrías comprar el periódico y leerlo de cabo a rabo mientras te tomas tres o cuatro tazas de café. El periódico recomendado es El País (con su amplia y entretenida sección dominical); la cafetería –en Querétaro–, La buena masa (Calzada de los Arcos 167).
Por la tarde, podrías organizar un maratón de tu serie favorita o crear tu propio ciclo de cine. Hay series buenísimas, verdaderas joyas audiovisuales, como Twin Peaks, Berlin Alexanderplatz o, para nombrar una serie actual, Mad Men. Si prefieres las películas, recomendamos los cuentos morales de Éric Rohmer y los oscuros dramas de John Cassavetes.
O podrías tener un domingo ermitaño, instintivo, con poca luz y poco movimiento. Desconectar el teléfono y el Internet, leer en piyama, poner a todo volumen una ópera y organizar tu biblioteca, tu closet o tu jardín. Un domingo doméstico. En silencio.
O un domingo gastronómico: por la mañana vas al mercado y escoges escrupulosamente cada ingrediente de tu receta favorita. Luego cocinas durante horas un platillo complicadísimo y lo disfrutas como si fuera tu propia última cena. Podrías también hacer todo lo contrario: pedir pizza, apoltronarte en el sofá y pensar todo el día en la inmortalidad del perplejo.
Hagas lo que hagas, el domingo sin compromisos es una rareza de magnitudes iguales a las de un eclipse. Una casualidad necesaria; la forma más placentera de malgastar la vida por un rato. Un domingo sin compromisos es una especie de isla, de vacío mental y, quizá, físico.
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