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Drama food

Padma Lakshmi mira de frente a los cuatro peores concursantes. Hace una pausa dramática y le pregunta con voz grave a uno de los inculpados que por qué escalfó la langosta en vez de asarla a la parrilla. Esta celebrity (¿?) hindú sofisticada y de amplio paladar no parpadea; el rubio alto que responde, suda. Tartamudea ligeramente y responde con voz quebrada: porque quería hacer un contraste con la acidez de las alcaparras y la arúgula. Exhala quedito. Ella, arropada toda con un vestido azul pálido que parece tener untado a la piel, le dirige una mirada de entre odio y desdén y le responde decidida: pues no me gustó. Él calla y baja la cabeza sabiéndose derrotado para siempre.

Los food snobs ya tienen su género televisivo favorito: las tele-comida-novelas. Una puesta al día de los realities de comida en donde cortar un salmón puede causar excitación y admiración instantánea (no hiperbolizo: este video ha sido visto más de dos millones de veces ). Lo de hoy no es ver concursantes preparar una sopa de calabaza. Lo de hoy es convertir la sopa de calabaza en el destino y la sola causa de la existencia de decenas de desvencijados personajes concursantes que ven en lo aguado o espeso de la sopa su oportunidad de redención personal.

Los actores de este género son más o menos los mismos. Por un lado, la mega estrella Gordon Ramsay se ha convertido para la tele comida en algo así como el Fabio de las novelas románticas. Está en todas las portadas este neurótico gritón que se asume sexy, y se desviste a la entrada de uno de sus novecientos programas al transitar por un pasillo en el que, al final, invariablemente lo recibe con atronadores aplausos la multitud enfebrecida por estar a punto de comer un tartar de atún con papas cambray.

Todo protagonista tiene sus teloneros, sus patiños o personajes secundarios, obvio. Digamos que son las hermanas de Cenicienta. Qué mejor caricatura que los dos personajes infaltables: Graham Elliot es el gordito tragón con tatuajes que se supone que es un gran chef de comida atrevida y valiente (¿?) y Joe Bastianich, el delgado pelón y sofisticado, chef de comida de élite. Ja. El gordo y el flaco. La risa es involuntaria. Sus comentarios, también.

Juntos, hacen sufrir, degradarse, gozar y triunfar a los concursantes en narrativas deliberadamente simplificadas. El triunfo del bien sobre el mal. El no favorito usual que excede sus límites y libera su potencial; la chica buena y guapa que, aunque falla a veces, encuentra su redención siendo consistentemente bella con platos arriesgados pero bonitos. La persona ciega que triunfa, aunque le picó una langosta viva, convirtiéndola en exquisito ceviche.

Masterchef (versión británica y estadounidense) Top Chef, F Word, Cookalong, Hell’s Kitchen, Rocco’s Dinner Party, todas derivan en la entronización de una vieira no sobre cocida y del tiempo correcto de asado de un cordero. Personas que sudan por hacer platos que a veces contienen 30 ingredientes distintos pero que invariablemente miden 3 cm de largo. Estudiantes, amas de casa, ingenieros, cantantes, vendedores, que aprenden que cocinar unos espárragos requiere de una perfección técnica similar a la que, supongo, la NASA le invierte a la manufactura de un traje espacial.

Historias conmovedoras, capaces de arrancar más lágrimas que cuando a Remy se le muere el perro porque son reales, como en el caso del Proyecto Fifteen de Jaimie Oliver en el que ha entrenado a chicos en problemas y que se rehabilitan, sobre todo, a través de lograr una disciplina tal que no se les desinfla un soufflé o que les quede suave pero bien cocido un bagre.

Olvídense de los pequeños detalles, como, por ejemplo, que nadie en el universo que conozco comería un tamal con pico de gallo (alguien ganó un round con ese plato en Top Chef), o que los huevos revueltos de Ramsay siempre le quedan como algodones color paja mojada. Olvídense de que a nadie en el mundo le importa si los rabos de la arúgula están largos o cortos o si una fresa debe presentarse acostada o parada (todos ejemplos reales). En estos programas lo que importa es sudar, llorar, reír y, sobre todo, triunfar con el plato que, cual santo grial, si se es lo suficientemente astuto, capaz, bueno, se puede conseguir. Aquí, cortar un pistache, a lo largo o a lo ancho, sí importa.

A mí me gusta cocinar, y me gusta comer bien, no me malinterpreten. Un risotto que parece engrudo le desinfla el ánimo a cualquiera; pero de verdad, jamás de los jamases diría, al comer un camarón, que se siente «considerado y cortés». Ni tampoco lloraría por tener que limpiar una cocina.

A lo mejor aquí lo que pasa es que Fabio Ramsay y la princesa hindú dotan en sus respectivos programas a la comida de eso que creo que no tiene: otro drama, otra ilusión de realidad.
 


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