El cisne negro, la quinta película de Aronofsky. Después de la crudeza sangrante (así, literal) de El luchador, Aronofsky regresa con un guión filmado en Nueva York, principalmente en el Lincoln Center. Una película sobre ballet, sobre una bailarina de ballet.
La historia es eficiente y engancha desde el inicio, contada por medio de una cámara que casi no abre planos amplios y en cambio se mueve pegada a los cuerpos, pensada para extraer la médula. El planteamiento es sobre la frustración de la tenacidad, disminuida por la premisa de la película: para lograr la perfección hay que desatar la parte oscura, escuchar el delirio de las musas que relató Platón: «la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino».
La protagonista de la película, una magnífica Natalie Portman, es una aspirante a sabia, dedicada a mecanizar sus movimientos para lograr la perfección. Ya le advierten: la perfección es otra cosa, no la tediosa voluntad imponiendo una programación. Aquí se cuela el ímpetu de Aronofsky de, a sus cuarenta años, condensar una escultura cinética de los temas que aparecen desde su primera película, π: la enfermedad, la obsesión, el placer sexual, la transformación, y con eso hacer un filme sobre las dualidades y los espejos: el cisne blanco que debe ser negro.
Es complicado y delicioso seguirlo en un mundo de alucinaciones que va girando en espiral hasta estrangular el final. La última escena es casi idéntica a la de Ram, el héroe de El luchador que se entrega, en un momento catártico, a su público.
Las representaciones en el arte pueden funcionar como deseos de los realizadores. Me pregunto si esa es la muerte que desea Aronofsky, una muerte aclamada por una multitud de fieles que reconocen a un cisne negrísimo, un ave oscura que inunda de emociones.
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