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Río de Janeiro en Sada y el bombón, revista de cultura urbana en el centro de México
Imagen © Jacobo Zanella

El traidor

El carioca que sale de Río de Janeiro siempre será señalado como traidor. Es una falta de respeto abandonar tanta belleza, una osadía creer que puede haber una cosa mejor. Si la mudanza fuese de Río para São Paulo, entonces, el caso es de pena de muerte. Es peor que cambiar de equipo de futbol o de nombre. Falsedad ideológica, de ahí para abajo. Una culpa sincera golpea el primer día que un carioca se siente realmente feliz en São Paulo. Y los amigos que se quedaron no ayudan… «¿Cómo puedes? Tú, que amabas la playa. Justo tú, que abrías la ventana y te sentías feliz hasta de estar detenida en el tránsito de La Laguna».

Y se largan a hablar de fealdad, de enormidad, de los tonos de gris, de los embotellamientos, las inundaciones, la frialdad paulista. «¿Cómo es que pudiste abandonar esto?», pregunta el carioca apuntando en cualquier dirección, sabedor de que siempre va a encontrar una montaña ridículamente bien posicionada o una orilla de mar. Cobardía. Es tan difícil de entender como de explicar. Sin embargo intento. Amigos: si hay alguien que sabe cómo Río es maravilloso es aquel que se fue. Esa playa duele en quien no la tiene. Regresar a São Paulo en lunes y dejar atrás Río amaneciendo es de una violencia que no se puede contar. Todas las fotos de atardeceres en Arpoador me maltratan al punto de querer salir de instagram. Cada sábado de verano en que alguien me llama para ir a una playa «cerca, sólo son tres horas en carro»; en cada «vista linda» que el paulista, con la mejor buena voluntad, quiere mostrar, pero que se revela como una visión panorámica para un montón de edificios; lo juro: la voluntad de llorar no es metafórica. «Entonces vuelve», dicen los amigos. «Quédate», insisten: «aquí es sabroso, cálido, seguro». En verdad es tentador. Río es la falda de mamá. Y los argumentos cariocas para no salir de la ciudad son los mismos que tu madre usó para que no salieses de casa. «¿Por qué te vas si aquí estás bien? Tienes todo lo que necesitas: casa, comida, ropa lavada. ¿Ya no nos quieres?».

Sí, Río, todavía te amo profundamente. No eres tú. Soy yo. Amamos a nuestros padres, pero un día es necesario salir de casa. Me mudé de un departamento gigante, con vista al Pan de Azúcar, para un estudio sin elevador y con vista a una pared. Sí, yo amaba a mis padres, pero necesitaba tener mi pequeño lugar. São Paulo parece grande. Sin embargo, si lo miramos de cerca, es sólo el pequeño lugar de mucha gente. Es la oportunidad de comenzar una nueva historia lo que conquista a quien viene para acá. Río ya está hecho y São Paulo tiene todavía olor de cemento, ruido de edificio en construcción. De un lado una montaña de cinco billones de años, del otro un baldío con la nota: ya pronto. Es la comodidad de lo establecido contra la adrenalina de todas las posibilidades. Hay quien se arruga delante de tanto desconocido. Pero para mí, que aprendí a correr antes que gatear, São Paulo es un alivio. Claro que da miedo, saudade. Sale caro. Hay días en que tengo ganas de salir corriendo para casa de mamá. Y regreso, de preferencia el fin de semana. Entonces, hasta las bromas que encontraba sin gracia me parecen divertidísimas. Cuando regreso a Río todo me parece entretenido y bucólico. El mal servicio no me enoja, la impuntualidad sabe bien, las promesas eternas de «date una vuelta a la casa» tienen el efecto de un abrazo cariñoso. Pero mi saudade no es suficiente para los cariocas. «¿Porque te gusta tanto allá?», preguntan inconformes. Como toda madre, Río es pasional y exagerada. Ofrece mucho, pero cobra una fidelidad polarizada: o gustas de mí o de São Paulo. Río es una mujer deslumbrante que, por eso mismo, lidia muy mal con el rechazo. São Paulo es más humilde, está acostumbrada a ser maltratada. Es fea, sí, pero tiene espejo en casa. Sabe que no puede exaltarse. Ella te va tomando despacio, comiendo por las orillas. Conquista primero tu comodidad, después tu simpatía. Cuando te das cuenta, ya no sabes vivir sin ella. São Paulo acepta tranquilamente ser «la otra», porque es la otra ciudad de casi todo el mundo. Aquí, como no podía dejar de ser, aprendí los tonos de gris: no existe sólo feo y bonito, lejos o cerca, verano o invierno. Todas las estaciones del año pueden ocurrir en un día, eso da una sensación de libertad. A pesar de la dureza aparente, São Paulo es muy flexible. «¡Qué payasada! Libertad es correr en la mañana por la playa», dicen los amigos, y tienen razón. La naturaleza de Río establece el horizonte como límite. Sin embargo la sombra y el agua fría me causaban cierta pereza. Río es una madre manipuladora, manda y desmanda, y tú ni siquiera percibes lo bueno que es recibir sus órdenes. «Ve a la playa, sonríe, come bien, quédate un rato más, descansa».

São Paulo no es la madre de nadie. No pidas faldas que aquí no hay. ¿Qué es lo que vas a hacer con la tal libertad?, preguntaba una canción paulistana años atrás. São Paulo impone pocas cosas, será interesante, pero sólo si tú lo eres también. Es una relación de camaradería, lejos del amor incondicional. En Río basta estar ahí, aquí no. No se vive en São Paulo, se vive con São Paulo. Si esto es mejor que aquello, es imposible de decir. No lo necesita. Fui muy feliz con Río mandándome por 27 años. Sentía tanta obligación de ir a la playa que, de vez en cuando, esperaba que lloviera sólo para poder hacer otra cosa. Solo un carioca consigue entender ese sentimiento. Río es una historia linda con comienzo, desarrollo y fin, en la cual todos vivieron felices para siempre. São Paulo es un asunto para toda la vida, es el futuro que no acaba nunca, final abierto. Si ni mi GPS me consigue tener al corriente de tanta actualización y novedad, imagíname a mí.

Cuando me desencajo por ir tan al frente, vuelo a Flamengo, para la vista al mar, para todo lo que ya conozco. Después de una semana vuelvo corriendo con saudade de mi anonimato, de ser de afuera. Hay una cosa más que sólo un exiliado puede sentir; el placer de decir en una mesa, con cierto aire de superioridad, «sí, soy carioca», sabiendo que atraerá algunas antipatías, sin embargo, también toda la atención del mundo. El carioca se encuentra, sí, se encuentra porque es. Es un lujo ser de Río. Somos una marca que yo, por lo menos, uso sin parsimonia, en estampas bien grandes. Y el paulista, generoso como es, abre espacio para toda esa prepotencia y gusta de nosotros. Un paulista ve más gracia en un carioca, que otro carioca en un paisano suyo.

Y no será este texto bobo el que haga a mis amigos cambiar de opinión y absolverme. «¿Quién diría? Hasta Patricia se vendió». El carioca no se enlista ni se convence, lo sé bien. Por eso, si vas a salir de Río para vivir en São Paulo, ve sabiendo: serás siempre considerado un traidor. Sin embargo, para aliviar la culpa que todavía siento, pido clemencia al jurado, traidora no… A lo más déjenme ser condenada por bigamia: soy capaz de tener dos amores profundos al mismo tiempo.
 

Traducción de Antônio Cabadas.
 


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